La patria del ‘Rata’ (Francisco Lara Polop)

Escribo estas palabras durante el fin de semana en que se conmemora el 6 de diciembre de 1978, cuando los españoles votaron en referéndum favorable la Constitución española que actualmente se encuentra vigente. Esta norma suprema es, según se vanagloriaba mi profesora de Historia de la ESO hace más de 20 años, una de las más modernas del mundo y, al mismo tiempo, de las que menos había que tocar o se habían tocado precisamente para poder seguir diciendo que es tan moderna que no hace falta tocarla (pues en aquel momento solo se había reformado una vez en el 92 para adaptarla al Tratado de Maastricht). Sin entrar en ella en profundidad ni darle demasiado a esta cuestión, lo realmente interesante de la Constitución es que su promulgación implicó la culminación de la llamada Transición a la democracia, que tuvo lugar como consecuencia de la muerte del dictador Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975, y dio origen al llamado régimen del 78, donde aún hoy parece que nos encontremos estancados.

La patria del ‘Rata’, película española estrenada en 1980, parece querer hablarnos sobre esa transición recién creada, en este caso desde la perspectiva de un delincuente que no se droga. La Transición, que a mí me habían enseñado como modélica cuando estaba en el instituto, ha sido durante los últimos años puesta en duda desde varios ángulos. Sorprende, viendo al Rata (interpretado por el italiano Danilo Mattei) del director Francisco Lara Polop y el guionista Manuel Summers, que este debate ya existió, aunque se acabara imponiendo la versión del vencedor, claro.

Vinculada al género conocido como cine quinqui, La patria del ‘Rata’ es una de esas películas que, revisadas hoy, revelan con claridad que muchas de las tensiones políticas y sociales que parecen tan contemporáneas ya estaban plenamente articuladas en la España de la Transición desde prácticamente su origen. Lejos de ser un simple relato sobre las vivencias y aventuras de conocidos delincuentes al uso, la película abre una grieta desde la que asoma una desconfianza hacia la clase política y su capacidad —o necesidad— de utilizar a quienes menos tienen como peones descartables de sus maniobras. El siempre manido “todos los políticos son iguales” es aquí la base sobre la que se construye todo, con un sentido del humor que eleva el nivel de la película con tres o cuatro retazos del perfil de los miembros de los partidos políticos entonces más en boga, hasta el punto de que no habría hecho falta que me dijeran en qué partido militaban los personajes que iban apareciendo al principio para saberlo de antemano (espectacular Miguel Rellán como miembro del PSOE en menos de 2 minutos de actuación).

En ese sentido, su discurso es sorprendentemente moderno, casi premonitorio, y, aunque narrado desde los márgenes, confirma que cuando se trata de cagarse en los políticos, los españoles llevamos toda la vida señalando a todos por igual, en parte porque ellos mismos se han estado protegiendo sin apenas disimulo, como así se sintió también allá por el 2011 cuando se señalaba al bipartidismo como un sistema en que siempre ganaban los mismos y se repartían el pastel. Y, aunque es verdad que el ‘Rata’ pasa de intelectualizar todas estas movidas, que diría él, en su lenguaje “Classic Madrilenian” ochentero —que corresponde a un pasado carcelario, a la precariedad extrema y a relaciones rotas con instituciones que solo le conocen como un expediente útil antes de la transición— hay más rabia contra el sistema y el nuevo régimen sobre sus hombros que en muchos de los discursos actuales que critican lo que ha sido y hacia dónde nos ha llevado hoy.

Porque el ‘Rata’ será un quinqui, pero no es mala persona y tiene buen corazón, que solo mata a policías y personas aleatorias en los bancos. Su caída, por eso y por lo de la ausencia de drogas, es menos fisiológica que estructural: él intenta jugar limpio, desea un trabajo estable y quiere una buena vida, pero cada puerta a la que llama se le cierra con un ya te llamaremos que no es cierto. Lo que queda —la delincuencia, el atraco, el secuestro— no brota tanto del ansia de adrenalina ni del consumo, sino de un sistema que lo empuja a ello tanto antes de haber ido a la cárcel como al salir tras la amnistía a la que se opusieron los parlamentarios de la neofranquista Alianza Popular (hoy Partido Popular). Esta situación, al final, es la que lleva al ‘Rata’ a ser perseguido por la policía hasta acabar atrincherado en una casa de un barrio de chabolas (¿Vallecas?). Y es justamente en esa casa en la que se encuentra y retiene a una niña diabética donde aflora algo inesperado: la humanidad de José Moya Merino, menos Rata que nunca, pero igualmente quinqui.

Sin ser yo un experto en el cine quinqui precisamente, La patria del ‘Rata’ sorprende al mostrar una ternura impensable en el arquetipo del quinqui, una complicidad frágil que lo humaniza sin absolverlo y que convierte ese encierro casi teatral en el corazón moral de la película, pese a que durante la primera mitad destaca especialmente por su energía corrosiva que va prácticamente en la otra dirección, con un montaje dinámico, una violencia seca y una mirada renegada que encaja más con otro tipo de cine político que con la tradición quinqui tal y como se suele recordar. Después, con el encierro, la historia se inclina hacia un tono más blando y emocional que, si bien resta algo de fuerza o frescura, aporta capas a su protagonista y abre la puerta a una lectura más amarga de la realidad que fue la transición, que además de todo lo ya mencionado se encontró con una crisis económica con unas tasas de paro enormes, una población entre ilusionada y desencantada, contenta y furiosa. Una población que, como esta película, no compró el relato oficial de la Transición que hasta hace pocos años hablaba de consenso cuando ya era deslegitimación entonces.

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