El cine sigue explorando las injusticias de la II Guerra Mundial. En este caso, Iveta Grofova, quien en sus anteriores películas había concebido los límites lingüísticos y la minusvaloración femenina, viaja en el tiempo hasta una de esas historias desconocidas de la guerra que aúnan todas las preocupaciones de la realizadora en un único abismo social.
En este caso es una costurera húngara que vive lejos de su patria, concretamente en los límites de una Eslovaquia recién separada de los checos, donde observa con cierta distancia el avance del nacionalsocialismo imperante entre los nazis. Marika es viuda por el honor de una guerra no correspondida por la que luchó su marido, y también es la empleada de una mujer judía que pronto verá como desaparecen sus privilegios ante los avances de la guerra. Así encontramos a una mujer todavía joven pero ajena a las oportunidades sobrevivir en su hogar ante el avance de la hostilidad. Son tonos fríos y grisáceos los que componen las panorámicas que rodean a una mujer que mantiene en sus ropas el luto e intenta sobrevivir a las adversidades de una guerra cercana.
La humanidad hace acto de presencia al encontrar Marika a un niño, hijo de su jefa, escondido en su casa. Es así como comienza una de esas películas donde una persona cualquiera se juega toda posible libertad por mantener con vida a una persona judía en su hogar. Hacen acto de presencia los prejuicios, en este caso lingüísticos, mientras la película juega con el nacimiento y evolución de un bicho al que hacía referencia el mismo niño en un inicio. Marika se ve sometida a la masculinidad más rancia en un desarrollo de poderes mal entendidos, siendo siempre la superviviente y a la vez la persona señalada por su carácter de viuda y foránea en un momento en el que las raíces y las creencias son vitales para determinar las lealtades de cada persona.
Iveta Grofova centra su interés en las pequeñas diferencias de una comunidad unida frente a los cambios impuestos. No es ambiciosa a la hora de utilizar el término “guerra”, puesto que centra su mirada en la casa de Marika y lo que a ella le concierne por proximidad, valorando lo que en su momento fueron ciudadanos de primera y de segunda, con la predisposición de no elevar a lo diosal la bondad autoimpuesta de una persona que, por puro instinto de protección, intenta ayudar a un niño. No siempre está Marika dispuesta a poner la otra mejilla y a soportar la incomprensión infantil de tan difícil situación, algo que quizá acerca más a los personajes a una reacción natural que en ocasiones se esquiva en el cine. Esas limitadas diferenciaciones hacen de La modista húngara una película que consigue destacar entre la multitud, cuando ya todo parece contado. Ajenos a ciertas realidades y con el paso del tiempo, podríamos olvidar que todos y cada uno de los implicados (por obligación) en la guerra han sido señalados en algún momento, en esta ocasión húngaros fuera de su país despojados, a posteriori, de su propia mentalidad y militancia puesto que el país como entidad fue parte del juego creado por Hitler.
La modista húngara no tiene grandes alardes de originalidad, pero dentro de su clasicismo sabe combinar su estilo y su personalizada historia para entretener y a la vez desarrollar un drama con tesón sobre la supervivencia y la honestidad de unos valores personales inamovibles. En la guerra todo vale, hasta reclamar el amor al prójimo a pesar del peligro impuesto.
