La gran ambición (Andrea Segre)

Manda narices. Viene el director Andrea Segre en pleno 2025, con políticos diciendo frases hechas y vacías y del tamaño apropiado de un ‹hashtag› en X —anteriormente conocido como blablabla— y se marca un ‹biopic› del querido camarada secretario del Partido Comunista Italiano Enrico Berlinguer, que le pedías la hora y te soltaba frases sobre el compromiso histórico de clases y todo el percal ese. No es casualidad,  gobierna en Italia quien gobierna y la ‹sinistra› italiana es lo que es: un espejismo comparado con ese 25% que tenía de apoyo cuando las cosas le iban mal y subía al 35% cuando iban mejor.

Por tanto, la película es, para sorpresa de cero unidades de personas, un artefacto político que habla del pasado para confrontarlo con el presente.  Al fin y al cabo, Andrea Segre pasa por ser un intelectual de izquierda cuyos trabajos se posicionan fervientemente contra el racismo o,  como se dice hoy en día, es un globalista cómplice de la sustitución de los italianos por individuos con culturas incompatibles.

La figura de Enrico Berlinguer está envuelta en un halo de romanticismo por el progresismo italiano, que se agiganta con el pasar de los años a la vez que se va apagando en las nuevas generaciones, por lo que la cinta funciona como un homenaje y un intento de recuperación de su figura política. Tal vez, una crítica a la película, o mejor dicho, una observación crítica sobre la intención de la obra en su público objetivo, es la nostalgia que produce el filme.

Porque sí, la Italia de los 70 estaba salpicada con fascistas por aquí, grave crisis económica por allá, atentados terroristas a izquierda y derecha y servicios secretos incluidos en los llamados años de plomo, manifestaciones por todas partes y gobiernos débiles  de corta duración —es decir, gobiernos italianos—, pero a la vez, en el caos, en el filo del abismo, había políticos haciendo política usando frases largas y dispuestos a dialogar, como Berlinguer en el campo de la izquierda, o Aldo Moro en el campo democristiano.

Y por tanto, La gran ambición, a parte de cumplir a las mil maravillas el mostrarnos la deformidad del presente político en Italia confrontándolo con el pasado, también acaba siendo un producto placentero pero no tan crítico para los viejos camaradas. Y es que cada vez más parece que el cine político o comprometido europeo ya no aspira a mover conciencias —cosa que en el fondo a mí me provocaba cierta incomodidad— sino a vivir de la nostalgia. Va camino de acabar siendo esos ‹souvenirs› socialistas que se compraban en el mercado de Sofía cuando estuve en el 2005, y que en el fondo eran fabricados en China.

Siendo esto cierto, no quiero ser el aguafiestas de turno. Andrea Segre es honesto en su cometido, y no olvida las contradicciones de ese hombre que abogaba por la hoz y el martillo a la vez que apoyaba el gobierno de un tipo como Giulio Andreotti, el tipo que durante la Segunda Guerra Mundial escribía artículos en periódicos fascistas a la vez que en periódicos clandestinos contrarios al régimen, y uno de los líderes del partido más divertido, caótico y amplio jamás conocidos por el ser humano, la Democracia Cristiana de Italia, donde se clavaban los puñales todos los días en homenaje a Judas Iscariote, su fundador. Pero para hacer frente la figura de una de las personas más importante de italia —jefe del gobierno en siete ocasiones— ya está Sorrentino y su maravillosa Il divo.

La gran ambición se centra un puñado de años, desde el 73 hasta el 78, y se agradece. Se agradece que no sea el típico ‹biopic› abarcando toda la vida de un personaje, que no haya infinidad de saltos temporales y subtramas aburridas, y en definitiva, una película con el firme propósito para que el departamento de maquillaje gane un premio y poco más. Su responsable tiene claro a donde apuntar; primero es la creación de ese juguete divertido e inofensivo conocido como Eurocomunismo y la ruptura con Moscú sin que te peguen un tiro por el camino, que es analizado y seguido en la primera parte de la obra, y lo segundo es la política interna y el ‹compromesso storico› para dar sustento a un gobierno de centro derecha a cambio de cosillas como, no sé, un sistema de sanidad público y cosas así muy locas comunistas mientras, ojo al dato, negocias con el líder del partido rival para apartar a su mano derecha y suspuesto amigo desde hace 40 años y completar el giro al centro —lo de la Democracia Cristiana ni Juego de tronos—. Todo eso junto con un entorno familiar que sirve para esas contradicciones sin importancia del querido camarada Berlinguer y que, se agradece, evita caer en un servilismo de la figura que se ensalza.

Pero estos dos gran apartados sirven a su vez para reforzar la idea que ya dejé caer en las primeras líneas; el arte de la política y la retórica. Es decir, en ocasiones dando grandes discursos y respondiendo a cualquier pregunta, y en otras quedando a las 12 de la noche en un lugar escondido con el líder rival que te cae mejor que tus colegas y saliendo protegido, no te vayan a pegar un tiro los tuyos.

En el 78 ocurrió lo que Marco Bellocchio narró en su espléndida Buenos días, noche (2003); el secuestro y posterior asesinato de Moro por las Brigadas Rojas. Aquello fue duro, con el político secuestrado mandando cartas rogando por su vida y pidiendo que se negociara con sus captores hasta el terrible final. Siempre se dijo que se lloró más en la sede del Partido Comunista, su rival, que en la sede de la Democracia Cristiana, con Andreotti al frente. Así estaban las cosas en ese momento en Italia. Y ahí acaba la cinta, con la miel en los labios, lo que pudo ser y no fue.

Con el tiempo, la figura de Aldo Moro ha sido mitificada —no podía ser de otra manera— mientras que Andreotti es visto hoy en día como una serpiente maquiavélica con labia e ingenio, pero la de Enrico Berlinguer ha quedado eclipsada.

La obra abre con Chile, Allende y el golpe de estado del 11 de Septiembre de 1973 —brújula moral y espiritual de la izquierda de aquellos años—, y acaba con el asesinato de Aldo Moro y la disolución del compromiso histórico. En el fondo, dos maneras de integrar el socialismo en la democracia, salvajemente reprimido en el primer caso, saboteado desde la extrema izquierda con lo que muchos consideran complicidad de elementos del estado en el segundo.

El cine italiano nos ha brindado grandes relatos políticos en los últimos años, o al menos despuntaba a principio de los dosmiles con cineastas comprometidos con sus ideales, pero lo suficientemente críticos con la realidad como para no dejarse llevar por panfletos vacíos. La gran ambición conecta con este tipo de cine, cada vez más difícil de encontrar, de nicho, que triunfará entre su público objetivo, cargado de una manera de entender la política simplemente imposible de encontrar ahora —como difícil era de encontrar a mujeres y la película no lo esconde. Eran ante todo hombres fumando haciendo política —.

Acabo ya, que me están metiendo prisa para que entre en revisión este desvarío de crítica, y tampoco quiero enrollarme como un discurso de Berlinguer.

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