La alternativa | Tierra de todos (Antonio Isasi-Isasmendi)

Cada cierto periodo de tiempo, películas como Tierra de todos vuelven a la memoria de algunos amantes del cine tras un olvido relativamente profundo para ser reivindicadas casi más por su temática que por su calidad artística. Cada vez menos, por la ampliación constante del conocimiento, pero aun así permanente por la capacidad del tiempo mismo para hacernos olvidar de nuevo.

Emitida por La2 de RTVE en julio de 2016 durante una semana dedicada a la Guerra Civil que se desencadenó en España tras el fracaso parcial del golpe de Estado del 17 de julio de 1936 (gracias, Wikipedia, por confirmarme las fechas), en este caso la película de Antonio Isasi-Isasmendi aúna las dos cosas: temática y calidad. Sin ser en ninguna de las dos excelsa, la historia protagonizada por Manuel Gallardo y Fernando Cebrián —con la participación de secundarias de lujo como Montserrat Julió y Amparo Baró— destaca más de 60 años después de su estreno por ser posiblemente una de las primeras producciones españolas, si no la primera, en hablar sobre la herida abierta de una de las dos Españas con una actitud conciliadora para lo que fue el franquismo (la otra España), régimen que no quiso cerrar ninguna herida ni cuando empezó la democracia (que para eso habían ganado ya, dirían entonces).

Su valor ligeramente documental —por cercanía temporal con el conflicto bélico— queda a un lado en cuanto se termina la trepidante batalla que da con el encuentro entre los dos únicos supervivientes de ambos bandos. El republicano Juan y el nacional Andrés, este “prisionero” herido del primero, escapan del campo de batalla para terminar en una zona casi abandonada de Orgnyà, una comarca pirenaica del Alto Urgel dominada en la película por el bando nacional y por la que discurre el Segre, río envalentonado por una lluvia infernal que obliga a los dos enemigos a compartir el techo de unas solitarias vecinas y algunos supervivientes que dan una visión más amplia de lo que pudo ser aquella guerra para la población que no participó directamente en las batallas —el que se escondió para no ir a la guerra, el que se quedó más para allá que para acá, los ausentes—.

Infierno en el pacífico, pero sin John Boorman, Lee Marvin o Toshirô Mifune y 6 años antes que esta. De hecho, durante los minutos finales me temía que acabara igual, pero parece que Isasi-Isasmendi y los guionistas Jorge Feliu y José María Font tuvieron más claro entonces a dónde querían llegar con esto. El futuro aquí existe. Cómo de optimista o pesimista es, quedará en manos del espectador, pero al menos hay uno.

La realidad es que, en general, estas historias de enemigos irreconciliables obligados a entenderse suelen resultar jugosas tanto para los que las cuentan como para los que las ven. Esa tensión inicial, esa obligación de acompañarse hasta sobrevivir por separado, la evolución hasta obtener la confianza y terminar incluso siendo amigos o cuanto menos respetados, sugiere que existe la posibilidad de poder entendernos, abre la puerta a convivir en un lugar mejor, más humano. Aquí, por ejemplo, la única mención ideológica es la de que uno de los combatientes cree en Dios y el otro no, como si ese fuera el principal motivo del conflicto, como si después de aquel, o incluso después de la guerra, no hubiera otros como la oposición al pluralismo, la igualdad social y la socialdemocracia y la preferencia por un nacionalismo fuertemente identitario con componentes victimistas que conduce a la violencia contra los que definen como enemigos progresistas.

Quizás es pedirle demasiado a una película que buscó sobre todo conciliar. Cuyo rodaje fue por lo visto bastante precario, sin permiso militar para rodar las maniobras bélicas ni para utilizar su material y que fue mal calificada por la censura, mal distribuida y mal estrenada. Eso explica buena parte de su olvido inicial y su recordatorio constante posterior, al mismo tiempo que explica por qué sus esfuerzos antibelicistas y el mensaje final sobre el perdón y la reconciliación son más que suficientes sin ser tampoco mucho: porque en la propia calificación y la ausencia de apoyos institucionales se confirma que el franquismo nunca tuvo interés en cerrar las heridas que entonces abrió, 23 años después del fin de la guerra y el inicio de la represión a los perdedores de la Guerra Civil.

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