Los alegres vividores (The Young in Heart, 1938) es una de esas películas de los inicios de la era dorada del sonoro hollywoodiense que se encuentran relegadas a un sorprendente ostracismo. Quizás uno de los puntos de este olvido se halle en su realizador, un Richard Wallace que, aún siendo uno de los pioneros que iniciaron su carrera en los platós del cine mudo de la década de los veinte del siglo pasado, es uno de esos nombres a los que casi nadie acude cuando se trata de reivindicar el trabajo de esos artesanos, todoterreno con mucha clase, que cumplían con nota los encargos que se le asignaban, sin hacer mucho ruido ni poner ninguna traba a las exigencias de diferentes productores y productoras.
Wallace realizó todo tipo de trabajos, desde comedias sofisticadas, ‹screwballs›, cine negro, dramas y cine de acción y aventuras, siendo especialmente relevante su aportación al mundo de la comedia sofisticada hollywoodiense. En mi caso guardo especial recuerdo de su etapa final, como responsable de diferentes piezas de serie B salidas de las minas de la RKO de los años cuarenta, y especialmente a una de las joyas de la serie negra americana de finales de los cuarenta como fue esa Paula de la que existe reseña en esta web.
La película protagonista de esta reseña representa un punto muy interesante en su carrera, filmada en plena madurez laboral del autor de Simbad el marino, alzándose, a su vez, como una de las cumbres de su interesante filmografía. Quizás su autoría fue relegada por la firma en la producción del film, que además se nota muchísimo su presencia, del mítico productor David O. Selznick, siendo ésta la película previa a su proyecto más ambicioso, la hoy en día cuestionada Lo que el viento se llevó. La firma de Selznick se presiente en los lujos explotados en el diseño de producción y dirección de arte (liderada por el no menos mítico William Cameron Menzies) del film, e igualmente por la elegancia de una fotografía que fue nominada al Oscar de su año de producción.
Los decorados de cartón piedra y el rodaje en estudio envuelven a la película en un halo narcótico e irreal (increíble la secuencia del accidente del tren, filmada con maqueta de una forma portentosa, casi sin notarse que se trata de un truco cinematográfico), que le viene como anillo al dedo a una historia que pivota toda su fuerza en el magnífico trabajo de su elenco, plagado de nombres importantes de las tablas estadounidenses de los años treinta, resaltando, como no, la mágica sensibilidad de la mítica Janet Gaynor —la musa de los mejores trabajos del Borzage mudo y presencia resplandeciente en una de las mejores cintas silentes de la historia como fue Amanecer— que aquí realizó uno de sus últimos trabajos en el cine antes de su temprano, y enigmático, retiro voluntario de las tablas escénicas.
El argumento se enmarca dentro de los márgenes de la comedia sofisticada de los años treinta, siguiendo los pasos de una familia de cazafortunas, de moralidad más que cuestionable, los Carleton, capitaneada por su enajenado padre Sahid (Roland Young), su despistada y torpe madre Marmy (Bilie Burke), y una pareja de hermanos, mucho más cabales y cerebrales, que tienen los rostros de la ya mencionada Janet Gaynor (como la dulce George-Anne) y del magnífico Douglas Fairbanks Jr. (el seductor Richard) que aquí hace un espléndido trabajo como cómico sin ataduras, alejado de sus frecuentes papeles de galán o héroe de aventuras.
Tras haber sido cazados in fraganti en su intento de estafar a una familia de congresistas estadounidense, los Carleton se verán obligados a huir rumbo a las islas británicas. En el transcurso de su fuga, durante un viaje en tren, la familia conocerá a una vieja y solitaria ancianita que viaja sola en un compartimento. Viendo la oportunidad de refugiarse en el habitáculo morado por la anciana, los Carleton se arrimarán a ella, sin más interés que obtener un efímero refugio, pero en mitad de la noche el tren descarrilará, salvando los Carleton la vida de la octogenaria.
Como agradecimiento a este acto de amistad, Miss Fortune (Minnie Dupree) dará cobijo en su mansión a la familia Carleton, presentándose como una vieja heredera que ostenta una inmensa fortuna como regalo de un amor de juventud que la obsequió, a su fallecimiento, con todos sus bienes. Al enterarse de la inmensa fortuna que alberga una vieja más cerca de la muerte que de la vida, los Carleton urdirán un plan con el objetivo de que Miss Fortune se encariñe con ellos y así lograr estafarla para que les deje en herencia todo su patrimonio. Para ello, tendrán que aparentar que llevan una vida ordinaria y normal, haciéndose pasar por trabajadores honrados capaces de llevar el pan a casa fruto de su esfuerzo. Para sorpresa de los propios Carleton, este cambio de rumbo profesional, de estafadores a honestos trabajadores, les hará tomar conciencia de la mala vida que han llevado, cambiando totalmente el rumbo de sus vidas, a la vez que los dos hijos iniciarán un romance desinteresado con dos apuestos jóvenes (entre ellos la bellísima Paulette Goddard, que realiza un papel secundario muy vistoso, aunque testimonial) que les hará reflexionar del absurdo que brota de una vida desordenada y delincuencial.
Si bien han pasado casi 90 años desde su estreno en pantalla grande, y a pesar de que el argumento contiene algunos tics propios de un contexto que nada tiene que ver son la visión del mundo de unos ojos contemporáneos (esa historia de redención de unos granujas que toman conciencia de lo equivocado de sus actos por la influencia de unos personajes agradables y de buen corazón que los acaban reconduciendo por el buen camino, o al menos, por el camino socialmente aceptado), Los alegres vividores sigue conservando el encanto y frescura de las grandes comedias sofisticadas de los años treinta, revestida de una elegancia y sensibilidad que aún preserva todo su esplendor intacto. Para estudio de cualquier despacho de arquitectura moderno se hallan los pomposos y recargados decorados de cartón piedra diseñados por Cameron Menzies y financiados con un presupuesto acorde a lo fastuoso de su aura por Selznick. A pesar de la ausencia de escenarios naturales, los decorados suplen a la perfección la ubicación de los personajes, irradiando un entorno asombroso y seductor, sustentado, asimismo, por una espléndida fotografía capaz de encapsular a los actores en el encuadre perfecto, mezclando con mucha pericia las tomas en grúa con unos planos americanos y unos hipnóticos ángulos de ensueño, narcotizando con su efímera belleza al personal con una naturalidad que asombra.
Todo lo comentado convierte a Los alegres vividores en una joya de la comedia sofisticada americana a redescubrir. Un relato blanco, muy agradable, que pese a meter con un calzador alguna subtrama romántica —como la de Gaynor con ese galán que aparece y desaparece de forma tan forzada que el guion acaba, conscientemente, por no tomarse en serio su presencia— sabe mantener el interés y la frescura, alzándose como una peli muy entretenida y simpática siempre que la mirada del espectador sepa adaptarse a su ambiente histórico, y también, un portento técnico que hace gala de la maestría que poseían los profesionales de los grandes estudios hollywoodienses, y un perfecto ejemplo para deleitarse con el trabajo de uno de los mejores directores de arte de la historia del cine, el magnífico Cameron Menzies, y con el buen hacer de uno de esos obreros de las tablas que nunca hacían ruido, pero que sabían dejar siempre un sello de calidad y elegancia en cada uno de sus proyectos, un Richard Wallace al que una temprana muerte le privó seguramente de haber legado alguna que otra obra relevante para la historia del cine.

Todo modo de amor al cine.









