Halabala (Eakasit Thairatana)

Un brazo dicharachero con muy mal aspecto, dientes y ganas de reírse del protagonista nos da la bienvenida en Halabala. Ante tal declaración de intenciones, que no solo marca el tono desvergonzado y sombrío del primer largometraje tras las cámaras del tailandés Eakasit Thairatana, uno puede llegar con facilidad a sus referentes, donde vislumbrar el nombre de Sam Raimi y sus inicios parece casi una obviedad. Y, en efecto, algo de ello hay en el film que nos ocupa: maldiciones de otro tiempo ocultas en lugares dejados de la mano de Dios, un horror como espejo deformante de la realidad que nos retrotrae a un subgénero cada vez más en boga (el ‹body horror›) y rituales desde los que invocar un mal que no tiene límites. Pero también un conato de thriller que sirve como pretexto, y la presencia de un criminal que capturar a modo de punto de partida.

La mixtura surge así como forma de reconfigurar los mecanismos de un género frecuentemente explotado mediante constantes demasiado específicas. Con ello, el debutante logra componer una de esas obras que no funcionan desde lo inesperado, ni siquiera desde lo novedoso: en realidad lo que hace su autor es reproducir patrones ya expresados —el motivo emocional de su protagonista, el adentramiento en la selva en busca de un criminal, la advertencia de su guía en torno a la maldición que asola la zona…—, pero lo hace rompiendo esas pautas a través de un gamberrismo desde el que lograr que el terror se funda en una espiral de extrañeza y humor de lo más pertinentes. El exceso, una visceralidad estirada en ocasiones hasta lo grotesco e incluso esperpéntico, confieren así una vía desde la que explorar territorios si bien no nuevos, cuanto menos colindantes y refrescantes.

Thairatanam escudriña los confines de un terror sin límites, que si bien se sirve de los lugares comunes y recursos habituales —con esos planos subjetivos en el interior de la cueva que se expanden en forma de ‹travellings› más funcionales que inspirados—, sabe articular desde sus distintos giros y cambios de perspectiva una narración que fluye y sobre la que anida la complexión de un universo atrapante. Y es que no hay nada como una buena gestión de las expectativas para convertir aquello que fácilmente podría devenir un batiburrillo en uno de esos ejercicios tan resolutivos como disfrutones. Los distintos registros que maneja Halabala no constituyen sino un jugueteo genérico que integra a la perfección sus tropos y logra desnaturalizarlos desde una mirada distorsionadora que huye de cualquier atisbo de sensatez posible.

Estamos, a resumidas cuentas, ante una de esas películas que fían su camino a la baza de lo estrambótico, de un sinsentido donde todo vale, incluso los viajes espacio-temporales, si con ello llegamos al lugar deseado. Para el caso, un divertimento sinvergonzón que no rinde cuentas a nada ni a nadie, y en el que cada nuevo pasaje —incluso mediante elipsis que restan importancia a la continuidad— es un modo de afianzar su postura. Halabala funciona, por ello, exactamente como lo que es: su falta de concesiones hace que el film termine, donde otras se encharcarían sin posibilidad de avance, encantada de sí misma, regodeándose y chapoteando en ese terreno en el que serie B, lodo y sangre se funden en un maremágnum ante el que lo mejor que se puede hacer es dejarse llevar y, en efecto, gozar.

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