Alterar y vulnerar la comodidad de la clase alta siempre puede debe resultar divertido. En esa tesitura se encuentra Julien, recién llegado al regazo de los Kralj y nuevo miembro de la familia en tanto surgió de una relación anterior del cabeza de familia, Aleksander. Él, frustrado escritor que abandonó su trabajo para dedicarse a reverdecer los laureles de una exitosa novela que escribió 20 años atrás; ella, artista en general y dueña de una galería donde codearse con lo más granado; y, entre tanto, la pequeña Ágata, elemento disfuncional —así parece advertirlo su presencia, con un calcetín a cada altura, y la reacción ante la presencia de su hermanastro— que, en el fondo, lo único que busca es su espacio.
Sonja Prosenc toma estos mimbres para dibujar una suerte de sátira que, sin embargo, no luce como tal. Dividida en episodios, Family Therapy está más pendiente de construir interrelaciones y explorar cada recoveco de las mismas que de convenir un tono agudo que rara vez se manifiesta y que le habría otorgado un interesante contrapunto. Lo único que encontramos, en su lugar, es una suerte de retrato caricaturesco donde el peor parado es el ‹pater familias›, aguzando así un patetismo que ya se sustrae de su mera figura.
El film concurre, en su lugar, los distintos espacios tanto de esa casa como de sus aledaños y de la galería regentada por Olivia, en busca de elementos que reafirmen su mirada. Pero todo resulta, en cambio, un tanto inocuo, como si lejos del aparente prisma punzante de su autora, sólo quedase un inofensivo chascarrillo. Algo que se extiende, por ejemplo, a esa familia de refugiados que irán cruzándose en el periplo de los Kralj, que deslizan una patente incomodidad pero en realidad solo comparecen como un elemento accesorio más. La cineasta eslovena (des)dibuja, de hecho, su presencia a conciencia buscando reformular los cimientos de su film: que, en un momento dado, escudriñe una suerte de empatía inconsistente a todas luces, no es sino otra muestra del vago manejo expresado en torno a esos personajes.
Es, de hecho, el batiburrillo de tonos y desvíos genéricos, aquello que aleja Family Therapy de una consistencia que habría reafirmado su exposición, pero en cambio la sostiene a través de secuencias ciertamente vacuas: como esa donde, ya cerca de su colofón, Aleksander huye al bosque embutido en su disfraz de astronauta. La expresión que resulta de una situación que refuerza el absurdo que colea las veces por el film —y que lo podría emparentar al Yorgos Lanthimos de su primera etapa, aunque definido por una ingenuidad mucho menos negra de lo que parece creer su autora— termina por evocar una futilidad que es la que recorre su dispositivo.
Family Therapy desarrolla así un retrato que aunque tiene sus puntos de sugestión —principalmente en la relación entre Ágata y Julien, y el modo en cómo esta empieza a desafiar el ‹status› establecido—, se siente demasiado divagante, lejos de obtener una concreción que serviría para afianzar su propósito. Ni siquiera el convencimiento de una narrativa que sirve para engranar cada segmento del relato con firmeza logra dotar de uniformidad al film.
Sí cabe destacar el valor añadido de una puesta en escena que aporta elementos de lo más interesantes al relato, destacando asimismo esa planificación desde la cual Prosenc define con pragmatismo las relaciones entre los distintos personajes, pero todo ello no termina de otorgar el poso adecuado a una obra que, cuanto más desea añadir nuevos matices a ese conato de sátira, más perdida y menos resuelta parece.

Larga vida a la nueva carne.