Extraño río (Jaume Claret Muxart)

Modelos, apariencias y fugas.

Si una película como Romería (Carla Simón, 2025) evidenciaba —una vez más— las problemáticas de un academicismo cinematográfico aplaudido en la mayoría de los grandes festivales europeos, la nueva supuesta “joya” del cine español, Extraño río (Estrany riu, 2025), el primer largometraje de Jaume Claret Muxart, ratifica la prorrogación por parte de las nuevas generaciones de las mismas tendencias obsoletas. Porque las similitudes estructurales, tonales y estilísticas entre ambos títulos no son casuales, ni tampoco fruto de nuevas olas o corrientes; son la consecuencia de una homogeneización, la instauración globalizada de modelos de representación.

El debut en el largo de Claret —director con experiencia previa en cortometrajes— narra el viaje en bicicleta que Dídac (Jan Moner), un chico de dieciséis años, emprende con su familia siguiendo las aguas del Danubio. Es una ‹coming of age› con las capas justas para deleitar a la crítica nacional con realismo mágico, ‹angst› juvenil y (auto)descubrimiento sexual, pero incapaz de manejar orgánicamente las ideas que pretende lanzar al respecto. Como en Romería, el principal problema de Estrany riu es la extraña (valga la redundancia) sensación de estar ante un molde preprogramado, plagado de estampas comunes —los niños en bici, los cuerpos desnudos, el agua en movimiento…—, secuencias desencajadas, diálogos impostados y rostros bonitos, pero completamente inertes. Fijémonos, por ejemplo, en una conversación a orillas del río entre el joven protagonista y su padre. Claret inicia la secuencia con los personajes ya situados uno al lado del otro, dispuestos a tener una conversación tremendamente forzada. No nos muestra cómo han llegado allí, ni por qué el hijo ha decidido sentarse al lado del padre cuando se pasa toda la película evitándolo. Lo mismo ocurre en el paseo nocturno que Dídac tiene con su madre en un campin o en la secuencia del abrazo que se produce en el muelle entre ambos personajes. Claret necesita que estas conversaciones y gestos interfamiliares tengan lugar para desarrollar elementos que jueguen a favor de los temas y la trama de la película y pasa de una escena a otra sin llegar a concretar una verdadera continuidad. Las imágenes se suceden una tras otra como si de bloques diferenciados se trataran, por eso, para intentar dotar de una falsa sensación de espontaneidad y fluidez, tanto Romería como Estrany riu, conservan una de las características básicas de este academicismo: están plagadas de imágenes de tránsito con un aparente sentido o sensibilidad poética (hojas mecidas por el viento, el reflejo de la luz en el agua, luciérnagas en la noche…), pero con un valor expresivo nulo. Son apariencias, espejismos dentro de un montaje tramposo para maquillar una mecanización de su puesta en escena que, acaso, lo único que revelaría, de alguna manera, serían las fisuras familiares de los personajes de ambos títulos.

En cualquier caso, y ante la espera de que de verdad algún día llegue un “nuevo cine español”, si algo debería recriminársele a estas películas que utilizan lo mágico para adornar sus dramas personales es, precisamente, su falta de imaginación.

Curiosamente, hallamos otro paralelismo entre Romería y Estrany riu, en este caso, a la hora de posibilitar fugas en forma de amores soñados. Aunque igualmente afectado por el romanticismo de tipo ‹aesthetic› de Carla Simón, demasiado próximo a un lenguaje publicitario, el cineasta catalán sí disuelve con mucho más atrevimiento y riesgo el hilo narrativo de su película, como si de la desembocadura de un río se tratara. Existe una enigmática suspensión mantenida durante su tramo final que es interesante, especialmente, por la secuencia que precede esta última parte. Nos referimos, posiblemente, al momento más logrado de la película, una ruptura absoluta del punto de vista en la que Claret abandona a Dídac para mostrarnos la sugerente conversación entre su madre, Monika (Nausicaa Bonnín), y otra mujer que se encuentran durante el viaje. La cámara se mantiene fija a una distancia considerable, pero sin estar tampoco muy alejada. El resto de familiares se marchan, pero Monika y la mujer se quedan hablando, hasta que están solas. Ambas son actrices. Y durante la conversación surge una tensión, un deseo al que, resignadas, no sucumben. La posición de cámara, la dilatación del plano, las interpretaciones, por unos segundos, simplemente… son adecuadas. Lo insustancial se torna concreto y Claret firma una magnífica secuencia que parece sacada de una película de Hong Sang-soo que bien podría sintetizar la inquietud más amarga de Estrany riu; mientras Dídac experimenta los sueños de juventud, Monika debe conformarse con las realidades de la adultez.

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