Eternity (David Freyne)

El punto de partida del nuevo largometraje de David Freyne, primero lejos de su Irlanda natal y bajo el sello de la productora A24, se podría antojar tan naif como cruel al mismo tiempo: ¿en qué nos convierte, sino, renunciar a un sentimiento con el mero objetivo de dar presunta forma a una eternidad ideal? Algo extraño, contradictorio incluso, que nos sitúa ante dos extremos opuestos. ¿Cómo orientar, de este modo, una idea tan dispar como difícil de encauzar? Uno podría pensar en la comedia romántica, por aquello de huir de intrincados dilemas morales y barnizarlo todo con las dosis adecuadas de ligereza. Total, los americanos llevan décadas escurriendo el bulto apelando a una presunta liviandad desde la que, eso sí, transitar escenarios comunes con resultados satisfactorios.

No se puede negar, obviamente, que algo de ello hay en Eternity. Los mecanismos del género están ahí, ya sea mediante secundarios que lanzan un chascarrillo impertinente en el momento más inoportuno, a través de una estructura clásica e incluso intentando exhibir esa química que cualquiera querría para un film de estas características. Por desgracia, los chascarrillos son inoportunos y, para colmo, revelan el sentido último de la obra —lo de reducirlo todo a una simple competición suena tan banal como en realidad resulta—; la susodicha estructura alimenta un propósito final ciertamente cuestionable —que no es otro que revestir de capas al fondo de la cuestión sin dar con la tecla ni una sola vez—; y la química simplemente brilla por su ausencia: en primer lugar porque sus personajes resultan tan triviales, tan surgidos de un mero bosquejo, que se tornan insignificantes, y en segundo lugar porque unas interpretaciones que tienden a la catástrofe anulan cualquier viso de obtener un atisbo, ni que sea, de profundidad.

Pero el mayor problema del nuevo trabajo de Freyne no se halla únicamente en cómo fracasa vez tras otra en su tentativa por invocar un género que ni siquiera casa con sus propósitos. Sí lo es que bajo las capas de cursilería y engolamiento —ese túnel que visitan, vez tras otra, los personajes, acudiendo en busca de sus recuerdos pasados es, posiblemente, una de las peores ideas de los últimos tiempos; que su ejecución y el nivel de sus intérpretes esté bajo mínimos es casi el menor de sus problemas— volvamos a encontrar una mirada perniciosa: sus reflexiones resultan tan cobardes y mezquinas que son capaces incluso de rebasar el insufrible enfrentamiento dialéctico de sus personajes. Que la elección de una presunta eternidad soñada termine transformada en una suerte de disputa donde sobresale por encima de todo una masculinidad tóxica y frágil habla muy a las claras sobre el tipo de propuesta ante la que nos encontramos: y no porque el elemento satírico funcione mejor o peor, sino por el simple hecho de llegar a creer que cualquier persona con dos dedos de frente podría llegar a elegir entre dos auténticos mandriles que pelean por un ser humano como si fuesen dos ratas peleando por un churro con Linkin Park sonando de fondo.

Se podría decir, a resumidas cuentas, que el gran mérito de Eternity no reside ni en aquello que pretende o logra su autor —que es, en efecto y se mire por donde se mire, infructuoso—, ni en si puede provocar una reacción/reflexión por parte del espectador —aunque se vea a la legua cuales son sus propósitos e incluso se pueda advertir cada giro sin pretenderlo—. Su gran mérito es el de una productora, A24, que ha conseguido mimetizarse a la perfección con aquello que el viejo (y rancio) Hollywood representa exhibiendo sin embargo productos cuyo pensamiento va aparentemente en dirección opuesta. Nada más lejos de la realidad, representan vez tras otra la cara reaccionaria y conservadora de una industria que, cuanto menos, no precisaba necesariamente ocultar sus intenciones bajo un velo de modernidad: estaban a la vista de todos y, quien quisiese comulgar con ellas, bienvenido sería. ¿El resultado? Piezas cuyo fondo no solo es consabido, sino además cualquier aptitud brilla por su ausencia —ni siquiera sus ideas visuales, recicladas en mayor parte, otorgan una pizca de frescura al conjunto—, y ya lo único que se divisan son los ejes de una maquinaria cuya mirada unidireccional tritura cualquier atisbo de talento con ansias de germinar.

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