Esmorza amb mi (Iván Morales)

Gente en crisis. Estamos en una sociedad donde cohabitar con alguien a punto de romperse en mil pedazos es lo más habitual porque, para sorpresa de nadie, todos estamos en plena crisis existencial. Puede ser nuestra identidad, problemas económicos, de salud o simplemente un poco de desamor, puede que sean todas ellas a un mismo tiempo, pero el estado permanente de sentirnos como si asomáramos a un precipicio parece la clave para fortalecer nuestro sentido de pertenencia a ninguna parte. La alegría de la huerta, somos.

Algo así ha pensado Iván Morales a la hora de crear los personajes de Esmorza amb mi, que antes de una película ha sido una obra de teatro —su propia obra de teatro—, donde cuatro personajes con un pasado que impacta todavía en su actualidad sobreviven en Barcelona conectando de un modo u otro sus modos de supervivencia entre ellos.

Así conocemos a Natàlia, Salva, Carlota y Omar, cuatro jóvenes ya no tan jóvenes, viviendo en algún barrio en vías de rehabilitarse de la ciudad condal, donde se dejan llevar un poco por las vías que ofrece lo cotidiano. La película funciona como una exposición coral, pero aprovecha bien el entorno para emanciparse de su idea original, ya que no recuerda en ningún momento ese formato de espacio único que a veces convive con la adaptación de las obras de teatro. También se aleja en cierto modo de todos esos personajes que podríamos llamar “la nueva burguesía catalana” que parecen protagonizar últimamente todas las películas que abordan crisis personales y de pareja de la mayoría de debutantes en el cine. Parece que esa barrera queda de lado al buscar una idea de barrio, o al menos  intenta poner en primer lugar a gente que ha crecido en él y que de un modo u otro ha visto que esa escuela de calle les ha marcado en su futuro reciente. Unos personajes nos llevan a los otros y todos coinciden para alimentar sus fantasías y sus miedos, dando forma a gente que en apariencia está completa, es fuerte, pero que realmente soportan su propia fachada a duras penas.

Es gratificante de alguna manera la deconstrucción de cada personaje hacia ese recurrente tema del desamor que se plantea desde la concepción de un documental por parte de Natàlia —personaje que repite tras la obra de teatro la misma Anna Alarcón, para el que parece haber prestado una parte de sí misma—, donde nace la pluralidad de una misma palabra, poniendo en valor ese concepto tan complejo del amor propio, de la forma en que siempre nos ponemos en último lugar, incluso cuando pones todo de tu parte para ser la persona más feliz y completa del mundo.

Son historias sencillas, fáciles de conectar, pero con un regusto amargo al ver el castillo de naipes desmoronándose. Quizá no es necesario  entender a la perfección las motivaciones de sus personajes —es hastiante la actitud de Carlota y te quedas con ganas de rebuscar en el ‹background› de Salva—, pero sabe jugar con esos pasados silenciosos y bastante abruptos que les han llevado al momento exacto en el que se encuentran, y dan sentido sin duda a esa frase que dice alguien al acabar: «esmorzar hem d’esmorzar igual», porque ya no es tan importante captar el mensaje definitivo sobre el desamor, es mucho más importante saber convivir con él.

Una nueva vuelta de tuerca a la juventud desfasada, al sentido del éxito, a la búsqueda de la felicidad, nunca sobra en la historia del cine si sabe adaptarse a los tiempos y a la vez sabe dejar un regusto atemporal, y eso es lo que logra sin grandes alardes Esmorza amb mi.

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