Quizá decir que El volcán blanquea el concepto de conflicto bélico sea un insulto, pero es una sensación casi inevitable si tenemos en cuenta que cuando comenzó el ataque de Rusia hacia Ucrania cierta población fascistoide —que, ojo, ni siquiera sabe que lo es— llegó a comentar que a los niños de piel clara y ojos azules sí los acogerían en sus casas, algo que nos lleva a esa sensación, sí es posible blanquear la debilidad, sí hay clases hasta para padecer. Sí, Damian Kocur, al igualar diferentes conflictos, ha puesto color al sufrimiento ajeno. Está en el espectador decidir si lo hace como protesta o no.
Una familia ucraniana disfruta de su último día de vacaciones en Tenerife: demasiado sol, mañana nos marchamos. Solo es una forma de presentarnos un conflicto todavía por llegar, para desbaratar la idea de familia perfecta que no tan fácilmente puede soportar la presión de todo un país sobre sus hombros. No nos permite Damian Kocur lidiar con la forma en que se enteran de que su ciudad natal, Kiev, es ahora un lugar inaccesible para ellos, pero sí con la espera marchita de cuatro personas en una vacaciones no deseadas que no tienen fin. Después del desespero inicial y mirando fijamente al padre de familia en busca de una solución, los cuatro vuelven al punto de partida, un hotel en una idílica isla española, para afrontar su futuro incierto. Kocur sabe dar forma a la desidia de la espera, no profundiza en el conflicto bélico que comienza a desatarse a principios de 2022, sino en las reacciones silenciosas de esta familia que se encuentra en una especie de situación de desamparo mal entendido, que intenta prolongar ese aura vacacional sin ganas para mantener una unión que a vista de todos no es tan sólida. Todos los personajes tienen ese momento en el que les tiembla el pulso ante tantos acontecimientos que les implican directamente a sus vidas, pero que están viviendo en la distancia, a través de una pantalla, mientras sus chanclas siguen llenas de arena y salitre.
También Kocur saca a relucir la brocha gorda al fijarse en lo local. Pronto nos recuerda la proximidad de las islas a África y las personas que allí llegan huyendo de sus países también salpicados de conflictos o pobreza, en busca de asilo y nuevas oportunidades. Es fácil la comparación que hace entre esos refugiados de primera y de segunda que existen en el primer mundo, y aunque las intenciones sean nobles y nos aporten nuevas perspectivas sobre la hija adolescente, que hacia media película comienza a llevarse todo el protagonismo, la visión que aporta es un tanto banal, y así como esa banalidad funciona bastante bien cuando el objetivo único es la familia (existe una escena en una excursión por el volcán que sale mal que bien podría ser un resumen de Fuerza mayor de Ruben Östlund eliminando el humor), a la hora de equiparar necesidades y voluntades ante diferentes guerras se queda un poco corto de energía.
El volcán funciona mejor como idea que como película, pero tampoco existe un motivo sólido para desconsiderarla. Sabe distanciarse de los hechos y a la vez propagar un mensaje contradictorio con lo idílico de sus imágenes que puede maravillar a muchos, pero no tiene suficiente potencia, es demasiado sutil a la hora de enfrentar la realidad. Quizá su escena más lograda sea esa en la que por primera vez vemos a padre e hija hablar con sinceridad de cualquier cosa, desde su iluminación a su cercanía hace ganar enteros a los personajes, pero es en realidad un contrapunto donde cerrar una etapa que poco tiene que ver con el resto del film. El drama familiar encuentra un nuevo camino en el que conformar sus límites, donde la dilatación del tiempo y el desplazamiento del conflicto lo es todo.
