Resulta difícil en la actualidad exhibir aquella zafiedad de la que hizo gala en su día una productora como Troma. Toda una anomalía que, rodeada de producciones de serie B de toda índole, sobresalía en especial por su incorrección e irreverencia. Era, por tanto, algo cercano a una quimera querer encontrar en un ‹remake› actual del ya clásico film de Lloyd Kaufman y Michael Herz aquello que ensalzó el original.

No se trataba tanto, pues, de recuperar la esencia que logró contener en sus propuestas la mítica productora norteamericana, sino más bien de realizar una suerte de homenaje a uno de aquellos films que para muchos fueron una (contra)educación cinéfila. Así lo asumía Maicon Blair desde un inicio, abogando por un elenco repleto de nombres conocidos que contravenía el defecto (transformado en virtud) encarnado por aquella panda de incautos convertidos en actores para la ocasión que, en el mejor de los casos, terminarían rodando algún otro trabajo para Troma o productos zetosos de la más dudosa índole.
De este modo, con el segundo largometraje del también actor nos encontramos más ante una puesta al día de la obra de Kaufman y Lloyd que otra cosa, partiendo de una base donde hallamos distintas permutas en su historia, y dando forma a un gore ciertamente inane en tanto se refugia (como tantos otros hoy en día) en el digital y huye de cualquier atisbo de imaginación que pudiera ostentar su predecesora. Y es que siendo El vengador tóxico una cinta que aludía al género como elemento lúdico, pero asimismo como espejo deformante de una realidad desde la que construir ese universo propio, el nuevo film de Blair se siente más, en ese sentido, como un ABC de tropos poco inspirados durante la mayor parte del tiempo.

No hay en ella la más mínima intención de tomar sendas retorcidas o incómodas y todo se dirime en lugares comunes y caminos conocidos. Tanto, que en más de una ocasión se desliza una peligrosa planicie sobre el conjunto. Porque, no nos engañemos, aunque estemos ante otro eterno ‹déjà vu› genérico —cosas de vivir, según algunos, una etapa, esto… ejem, dorada—, el film tampoco logra ser más que un mero remedo de tantos otros en la faceta visual.
Ya no se trataba, pues, de recuperar el espíritu del original, o de regresar a una incorrección que, visto lo visto —y a juzgar por la mayoría de ‹remakes› que se facturan hoy en día—, parece imposible atisbar, sino simplemente de aportar una visión personal, un tanto más imprevisible y no tan inofensiva como el mosaico presentado por Blair.
Sí hay, entre sus virtudes, una cierta solvencia narrativa que permite al cineasta ir directo al grano y no dar cabida a desvíos innecesarios, así como algunos gags humorísticos que quiebran esa sensación de rutina que recorre el metraje. Además, cabe destacar ante todo la aparición de esa pandilla de parias destartalados liderados por un Elijah Wood en su salsa, que es probablemente donde más se acerque esta nueva versión de El vengador tóxico a la tronada esencia de la de Kaufman y Herz.

A resumidas cuentas, cualquiera que espere una expansión del universo “tromático” por excelencia, encontrará, a lo sumo, un cumplidor pasarratos. Así, y si en el original la figura de un niño invitaba al desparrame (cerebral), aquí se transforma en una suerte de pretexto dramático. Poco más cabe añadir ante un film que juega sus bazas desde la conformidad de quien sabe que ya está todo dicho y hecho, y poco más puede aportar lejos de los consabidos guiños. Siempre nos quedará conformarnos con no estar ante otra de esas piezas que fusilan el original plano a plano. Males menores, en definitiva, para tiempos modernos.

Larga vida a la nueva carne.





