Diecinueve (Giovanni Tortorici)

La ópera prima de Giovanni Tortorici, Diecinueve (Diciannove, 2024), se presenta como un fresco íntimo y melancólico de ese tránsito incómodo que es la juventud: la “edad de 19 años”, con sus promesas y desvelos, sus abismos y sus fugas. El film aborda el viaje de autodescubrimiento de Leonardo Gravina (interpretado por el debutante Manfredi Marini), quien abandona Palermo, pasa por Londres, se inscribe en Siena para estudiar literatura, pero termina desertando del sistema académico para buscar su propia forma de hacer las cosas.

A primera vista, la película sigue un esquema relativamente clásico del ‹coming of age›: un joven sale de su entorno habitual, se enfrenta al mundo, se desorienta, se repliega y luego busca una identidad nueva. Pero lo que distingue a Diecinueve es cómo Tortorici se resiste a entregar consuelo, a cerrar arcos completos y a ofrecer respuestas fáciles. En lugar de ello, habilita un recorrido fragmentario: Londres aparece como espejismo de posibilidades, Siena como escenario de ruinas académicas, Palermo como origen que aún contiene un peso al que Leonardo no puede renunciar del todo.

La narrativa se desenvuelve en terciopelo lento, con saltos de tono y territorio, una cámara que a ratos parece flotar y en otros acentuar la claustrofobia del protagonista: el espacio urbano, la sala de clases vacía, la calle a medianoche tras una noche de fiesta, la mirada ausente. La decisión de filmar en 35 mm le añade un grano, una textura física que refuerza el sentido de una edad que se siente al filo.

Marini compone a Leonardo con una mezcla de arrogancia y fragilidad: no es un genio inspirado ni un derrotado absoluto, sino un joven enfermo de sí mismo, del protocolo social, de la expectativa familiar y de su propia impaciencia. Es particularmente destacable cómo la película evita moralizar sobre su conducta: sus rechazos, sus silencios o su abandono de los estudios no están planteados como errores expiables, sino como síntomas de una generación que escapa de los moldes.

El reparto secundario —por ejemplo Vittoria Planeta como Arianna, la hermana mayor de Leonardo— aporta contraste y sirve de contrapunto emocional (la figura estable frente al protagonista errante) sin convertirse en cliché. Ese equilibrio mejora la sensación de que no estamos ante un solo relato heroico, sino frente a un conjunto de vidas (familia, amigos, compañeros) que orbitan el vacío del protagonista sin poder rellenarlo por él.

El tema principal —autodescubrimiento— se manifiesta en múltiples capas: la elección entre negocios (Londres) y literatura (Siena), el abismo que abre el abandonar un entorno confortable (familia, ciudad natal), el choque entre pasión individual y marco institucional. Esa tensión entre estructura y libertad, entre herencia y desconexión, atraviesa el film. La película también trabaja el tema del fracaso, pero no como catástrofe sino como experiencia frágil y necesaria. Leonardo renuncia, se ausenta, duda; pero esos “fracasos” no constituyen un punto de no retorno, sino un tránsito hacia alguna otra forma de significar. Quizás no hacia una respuesta única, sino hacia la disposición de hacerse preguntas. La ambientación —desde Palermo hasta Siena— funciona como geografía de la identidad. Sicilia aparece como origen cargado, Londres como espacio de promesa y confusión, Siena como entorno de culto, ideas y desencanto. Esta travesía territorial reproduce el movimiento interno del protagonista.

Tortorici demuestra consciencia de sus referentes, desde la tradición del cine italiano de juventud hasta la sensibilidad contemporánea de la Generación Z. La crítica lo ha vinculado con la herencia de directores como Luca Guadagnino (productor del film) y con una mirada que evita la grandilocuencia, pero apuesta por la intensidad silenciosa.

El ritmo es deliberadamente elástico: escenas de aparente quietud conviven con estallidos emocionales mudos. El montaje no busca coherencia acelerada, sino efervescencia contenida. La fotografía de Massimiliano Kuveiller también registra lo cotidiano (clases, calles, bares) con la elegancia de lo sencillo, sin efectismos innecesarios. Esto ayuda a sostener un tono de verosimilitud que potencia el vínculo emocional con el espectador.

Diecinueve es una obra que, a pesar de sus virtudes, tampoco se libra de ciertas debilidades.  La fragmentación narrativa puede resultar impenetrable para quien espere cierre o resolución clara. La ambigüedad del final —y de buena parte del trayecto— exige al espectador un grado de inversión que no todos están dispuestos a dar. En algunas escenas, la deriva puede parecer demasiado contemplativa y perder algo de energía dramática.

Sin embargo, esas mismas cualidades —esa apertura, ese rechazo al confort narrativo— constituyen su valor principal. En una edad en que el cine de juventud a menudo recae en fórmulas, Tortorici arriesga una mirada que es, simultáneamente, directa y evasiva; honesta sin caer en la autocompasión; generacional sin volverse gregaria. Como ha señalado la crítica, esta “insistencia en capturar lo que es tener 19 años… perdido, sin una historia estándar” es lo que hace al film fascinante aunque “algo impenetrable”.

Para un espectador interesado no sólo en “una película sobre hacerse mayor” sino en la manera en que ese hacerse mayor atraviesa el cuerpo, el deseo, la duda, la ciudad y el lenguaje, Diecinueve representa una invitación estimulante. Su bravura radica en decir menos de lo que aparenta, en confiar al silencio y al ritmo la construcción de significado, en trazar un retrato generacional sin convertirlo en manifiesto.

En definitiva: es un film que interroga más de lo que define, que abre más de lo que cierra. Y en ese no-lugar del “tener 19 años”, queda latente la promesa de que quizá —aunque no esté claro hacia dónde— el camino valga la pena.

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