Die My Love (Lynne Ramsay)

Hay que desconfiar de las películas que tienen como principal propósito generar una sensación de incomodidad en los espectadores. La mayoría de ellas, al rascar un poco, demuestran ser una simple cáscara ahuecada, efectista y tramposa diseñada para atrapar a espectadores que confunden estridencia con profundidad. Die My Love sin duda es exitosa en su capacidad para incomodar pero esta, por desgracia, es su única victoria, si se le puede llamar así.

La nueva película de Lynne Ramsay es mezquina, agonizante y malintencionada. Su propuesta estética se concreta en un abuso de recursos formales vaciados de significado e inmersos en el más absoluto cliché. Intenta crear instantes de simbolismo que son tan obvios e intencionados que pierden su propia razón de ser. Otros momentos parecen sacados de un libro de rimas infantiles, como cuando se encadena por montaje un plano de gotas de leche materna con un cielo estrellado. Es canibalística, se autoexplica y usa el ‹flashback› en el último acto de la forma más redundante y burda posible. Y todo este desastre se desvela, en gran medida, como el resultado de una única decisión extremadamente deshonesta.

Jennifer Lawrence y Robert Pattinson interpretan a una pareja que se muda a una casa, apartada del mundo, para cuidar de su recién nacido. La relación es cada vez más toxica y su equilibrio empieza a desestabilizarse. La película se presenta como el descenso a la locura de Grace —la madre— y el caos que deja atrás durante este recorrido. Pero la película enjuicia injustamente a este personaje. Ramsay esconde información de forma intencionada para crear un personaje que sólo se puede entender bajo la premisa de la absoluta falta de cordura. Durante más de una hora y media de metraje, la cineasta nos da a entender que Grace no entra en crisis por el parto, ni por cuidar al bebé, ni por la súbita prisión que supone encontrarse prolongando los roles de género arquetípicos en una familia tradicional, sino que se trata simplemente de un brote de histeria. Y Ramsay es consciente de esta decisión porque su gran ‹plot twist›, en el último acto, es desvelar —tras un paseo por una hospital psiquiátrico— que la neurosis de su personaje principal seguramente tenía su razón de ser. Demasiado tarde y, por desgracia, demasiado fríamente calculado. Su primer crimen es traicionar a su personaje y el segundo, traicionar al público. Esta forma de negar información crucial deja desamparada a Grace ante el juicio cruel de los espectadores. Soy el principal testigo de esto porque el film consiguió que la odiase con cada rincón de mi ser.

Ramsay también pinta a Grace como una maníaca sexual: otra forma de simplificar y despistar. Tras el parto y con la nueva forma de vida que ha adoptado, Jackson, el padre, pierde parte de su apetito sexual. Oportunamente aparece en la vida de Grace un personaje que actúa como ángel salvador para sacarla de su hastío. Se trata del único personaje negro de la cinta, interpretado por LaKeith Stanfield, que a su vez se ve metaforizado en un corcel negro. En el mejor de los casos, este símil es una coincidencia desafortunada y, en el peor, un estereotipo racista.

Durante la primera hora de metraje, Lynne Ramsay se empeña en encajar constantemente escenas con canciones sacada de su ‹playlist› personal. Un gesto que sólo lo puedo interpretar como un acto de autocomplacencia desvergonzada. La mayoría de temas musicales aparecen de forma diegética, integrados vagamente en el universo de la historia. Pero cuando es imposible justificar la existencia de un gramófono en el espacio, las canciones adquieren un carácter extradiegético. Porque si algo no puede hacer esta película es callarse. Gritos, llantos de bebé, ladridos de perro, golpes, por momentos todo a la vez. Por supuesto, cualquier tipo de significado queda soterrado debajo de capas de ruido estridente, música y llamaradas. El colmo de la banda sonora concluye cuando la pareja canta al unísono una canción, hacia el final de la cinta, que describe al detalle las vicisitudes de su relación, como si fuera necesaria más sobreexplicación después de gritarlo todo el metraje. Y si todavía no te ha quedado claro, no te preocupes porque la película aún tiene guardada una escena de ‹flashback› final, a modo de resumen recopilatorio de las escenas más importantes del film. La guinda del pastel, un pastel interminable, repetitivo, redundante y efectista. Bueno no del todo porque aún faltan 10 minutos de metraje.

Hay una escena, en mitad de la cinta, en la que Jennifer Lawrence, cansada de los gemidos de agonía del perro, decide pegarle un escopetazo. Esta película no es demasiado diferente a ese canino agónico, y si fuera por mí, habría apretado el gatillo mucho antes.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *