En busca de una luz para filmar la intangibilidad.
Frente a la última propuesta del director catalán Marc Recha, no he podido evitar el encontrar una similitud mental con el fondo filosófico de la brillante novela de José Saramago Ensayo sobre la ceguera. El escritor portugués estableció un espacio de pensamiento moral y socio-político de implicaciones históricas fundamentales en el devenir de la contemporaneidad. Sin duda, su construcción metafórica de los grandes males que nos aquejan como comunidad albergaban una aspiración generalista. En la última y potente película de Recha, sin embargo, esa discapacidad terrible que implica la oscuridad en la mirada hacia el mundo se concentra en un hombre concreto, el fotógrafo ciego Alex (Lluís Soler), y en un estrambótico grupo de compañeros invidentes, encarnados todos por actores no profesionales, para aglutinar una significación inversa a la distopía literaria. Y parece querer iluminarnos también respecto a las aflicciones más íntimas del primero, que podrían ser a su vez las de cualquiera.
Digamos para comenzar que Recha hace buena gala de los sellos idiosincráticos de su trayectoria. Su ejercicio fílmico está atravesado en gran medida por su querencia hacia el cine de género —que como ha explicitado además en unas cuantas ocasiones, siempre transita por sus márgenes debido a motivos prosaicamente materiales— en La vida lliure (2017) o Ruta salvaje (Ruta salvatge, 2023), por ejemplo. Conforma por tanto una obra verdaderamente independiente respecto a las exigencias coyunturales de la industria, de la que serían buenos ejemplos films como Petit indi (2009), Pau y su hermano (Pau i el seu germà, 2001) Las manos vacías (2003) o Un día perfecto para volar (Un dia perfecte per volar, 2015), que atesoran además un interés muy acusado, poético e intimista, hacia las cuestiones esenciales de la evolución sentimental humana.
Su obsesión por la ausencia, el paso del tiempo, la incomunicación y la pérdida de la inocencia jalonan tangencialmente estas personalísimas ficciones autobiográficas, que encuentran aquí un existencial punto de encuentro con la madurez vital. Su protagonista llega en un destartalado autobús sesentero con el referido grupo y bajo la tutela de la estricta señorita Conxita (Mutsa Alcañiz) a un misterioso monasterio catalán. En el tránsito se ha reencontrado con la mujer que más profundamente ha amado, Joana (Montse Germán), y sus motivaciones ocultas apuntan a unas reliquias escondidas por unos monjes eslovenos. A partir de esta sugerente premisa de partida, la narración de Recha se estructura sobre la hibridación de un tono surrealista de poderosa expresividad visual en blanco y negro, con una atmósfera general rayana en el misticismo, que mira hacia grandes clásicos —no en vano, ha declarado el director que sus fuentes referenciales han sido películas legendarias como Campanadas a medianoche (1965) de Orson Welles, Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, y La noche de la iguana (1964) de John Huston—. Personalmente, añadiría también al Federico Fellini de la maravillosa La strada (1954), que se pone de manifiesto en el mismo arranque de la narración con esos hermosos planos medios de los ocupantes del vehículo colectivo asomándose por las ventanas y buscando la luz, e incluso al imaginario manierista del propio Buñuel en Viridiana (1961), en las sugestivas secuencias semicómicas del grupo de exploradores.
Es también constatable la intensa comunión del cine de Recha con los paisajes y espacios naturales en los que se desarrollan sus historias, generando casi siempre unas sinergias estéticas y analíticas trascendentes en el discurso subyacente a sus propuestas. En esta ocasión, esa fijación por la dimensión escénica de su cine cobra una dimensión novedosa pero igualmente fundamental en la virtuosa filmación del monasterio de Poblet en Tarragona, que como ha declarado el cineasta, se vuelca en aprender su mágica y misteriosa verticalidad con una poderosa profundidad de campo en la que nunca falta la estampa del cielo abierto. En el apartado del mérito técnico, hay que destacar en consecuencia la labor del director de fotografía checo Peter Zeitlinger. Y tampoco se puede obviar, que es precisamente la esencia de la obra de otro artista muy especial, el fotógrafo invidente de lo imaginado Evgen Bavcar, al que Recha aspira a emular en su película.
Por descontado, no renuncia a esa impronta intimista tan marca de la casa, que se materializa en la conflictuada relación de los antiguos amantes, un hombre y una mujer cargados de reproches y desconcierto, que protagonizan algunos de los pasajes de mayor intensidad emocional del metraje. Pero además, hay un halo filosófico que impregna la acción y se expresa en una voz monacal, esa que ansía «una luz universal que daba ética al mundo».
Es así como el director catalán compone una sugerente mescolanza fílmica, que eleva su vena fantástica hasta el punto de haber sido estrenada en el Festival de Sitges, dentro de la sección Noves Visions, al tiempo que propone una emocionante y humanista reflexión sobre el mismo acto cinematográfico, esa aspiración expresada en múltiples ocasiones por Recha, ese deseo conmovedor de aprehender aquello que resulta invisible a los ojos, de no renunciar jamás al desafiante mundo de la imaginación.

«El Cine es más hermoso que la vida.»