Como mujer detallista, siempre atrevida a la hora de adentrarse en la intimidad, Carla Simón transforma su cine en un “todo lo que debes saber de mí y que yo nunca he conocido a ciencia cierta”. Desde Estiu 1993 (Verano 1993, 2017) donde dio forma a la ausencia y a la presencia en su propia familia hasta Romería (2025) donde aborda el recuerdo de su padre (y a través de ello el de su madre), completa una poliédrica experiencia donde la directora lo ofrece todo y con ello conecta con el espectador desde sus instintos más básicos.
Dentro de esa búsqueda incansable de unas raíces con las que explorar su futuro llegamos a quizá su expresión más personal en el cortometraje Carta a mi madre para mi hijo (2022), donde la llegada de su primer hijo, ese momento en el que una mujer, durante la larga espera, tiene tiempo de preocuparse si repetirá las acciones de su madre ante el nuevo miembro de la familia, decide explorar la huella de su madre, aunque en el caso de Carla, ante la falta del recuerdo propio, es un enigma que le invita a convertir su reflexión en un pequeño pedazo de arte.
Tras su Correspondencia con Dominga Sotomayor, Carla se expresa desde lo epistolar (visualmente hablando) sin buscar una respuesta. La directora se desnuda física y espiritualmente para crear un vínculo entre dos personas que no podrán conocerse y reinterpretar el pasado para darle un sentido propio. Con pequeños fragmentos que ha podido recopilar de su madre en el momento en que estuvo embarazada de ella busca mimetizarse con el sentimiento, con la persona idealizada.
La realizadora se dirige directamente a su madre, evita contacto con cualquier otra persona y aún así no se siente un acto intrusivo el asomarse a este imaginario donde, a partir de la parte conocida, reinventa un pasado para su madre que consigue empatizar con su recuerdo y sus deseos, retomando esa vieja labor del cineasta de convertirse en un cuentacuentos. En el cortometraje encontramos el pasado, el mensaje y la reinterpretación de una relación infinita con la figura materna, pero también con la femenina, que Carla Simón abraza tanto tras las cámaras como frente a ella, abriéndose de nuevo para conquistar el relato. Sí, frente a la cámara, porque decide presentarse a sí misma y a su hijo en busca de la caricia de una madre, de una abuela, confeccionando retales dialécticos a través de la imagen y la música, cuando las palabras están de más. Concibe la película como una obra de cine mudo, donde los intertítulos no explican el escenario sino el diálogo interno de la realizadora con quien no tiene la capacidad de responder. Porque detallar el pasado no impide reinventarlo para generar un posible futuro, y es lo que hace en su última parte esta historia, al reconciliar a las distintas mujeres que conformaron y pudieron formar parte de su madre con un espíritu reconciliador, puro fuego. Carta a mi madre para mi hijo eleva la capacidad de Simón para sensibilizar los silencios y bañarse en una belleza muy personal y diáfana que encumbra personajes y sentimientos por encima de todo. Así, da un paso más para conocerse a sí misma a través de la historia de su propia familia.
