Hay películas que parecen hechas para remover a los espectadores de manera casi automática, a golpe de aprensión, ternura o simple empatía. Black Dog del director Guan Hu podría ser, en apariencia, una de ellas, teniendo como principales protagonistas a los perros y su relación con los humanos. Sin embargo, su desértico y seco paisaje repleto de despeñaderos cubre mucha más profundidad que la de una historia de un hombre y un perro: es también el retrato de una ciudad en ruinas, un testimonio silencioso del paso del tiempo y de las heridas que deja la modernización en quienes se quedan atrás o no forman parte del cambio.
El punto de partida es simple y recorre el resto del metraje: Lang (Eddie Peng), un exconvicto que regresa a su pueblo natal tras pasar unos años en prisión, se encuentra con una ciudad casi fantasma. Su hogar, situado al borde del desierto de Gobi, está marcado por la decadencia, por el polvo y por la repentina urgencia de las autoridades de limpiar sus calles de perros callejeros que han sido abandonados por la población que ha migrado a la gran ciudad para preparar el gran escaparate que serán los Juegos Olímpicos de Pekín 2008. Lang, empujado por los compañeros que quieren que la ciudad avance y por el dinero que se ofrece, acepta un trabajo como cazador de los perros que andan sueltos por la ciudad y hasta el desierto, incluyendo uno delgado y negro que se cree tiene la rabia. Al ser mordido por él, le recomiendan que se lo lleve a su casa para ver si sobreviven ambos, de forma que, al tiempo que establece un vínculo profundo y casi inexplicable con él, se asegura de que ninguno de los dos tiene la enfermedad.
Muchos han descrito Black Dog como una película para amantes de los perros, y creo que en el fondo lo es, aunque cuidado con los espectadores sensibles: hay momentos de mucha belleza y ternura, miradas y planos cargados de significado entre grandes silencios, pero también una sensación de dolor que salta de los cuadrúpedos al bípedo con mucha asiduidad, este último un actor profesional (no como los perros). Pero sería injusto quedarse solo en la superficie de ambas sensaciones. Guan Hu aprovecha esa relación para hablar de algo bastante interesante: del vacío que deja el tiempo cuando pasa sin ti, de la sensación de volver a casa y que ya no exista, del intento casi desesperado de recuperar algo parecido a una identidad o un sentido de pertenencia cuando estamos más fuera de lugar que nunca.
El tiempo que pasa mientras en uno no pasa, un tema frecuente en el cine, pero en Black Dog asociado mucho más al espacio. He ahí quizá uno de sus grandes aciertos, cómo articula esta sensación a través del espacio y del silencio: planos generales donde casi solo hay horizonte, o edificios desvencijados, o la inmensidad del Gobi, donde los rostros de los personajes pasan casi desapercibidos, vacíos. De hecho, es una película donde casi no existen los primeros planos; la cámara parece más interesada en mostrar cómo la historia individual de Lang se diluye en un contexto más amplio, el de una ciudad y un país en plena transformación, con la figura del perro como la de él mismo. La fotografía de Weizhe Gao, además, convierte todo ese paisaje desolado en un reflejo casi exacto del estado interior del protagonista y de su perro.
Más allá incluso de lo emocionante que pueda resultar la relación humano-perro, Black Dog destaca sobre todo visualmente. Hay encuadres que parecen cuadros y momentos que entusiasmarán a todo interesado en la composición. La primera secuencia, por ejemplo, con decenas de perros invadiendo la pantalla, o la escena en la que un lobo se muestra casi como una visión, de una fuerza inusual por lo que queda de ella en el recuerdo de Black Dog, a pesar de durar menos de un minuto. Son decisiones que, lejos de parecer gratuitas, enriquecen la experiencia y aportan capas de lectura.
Ahora bien, no todo es perfecto. Del mismo modo que visualmente resulta en cierto grado espectacular, el guion parece un poquito menos ambicioso (no así las intenciones de este). La relación entre Lang y el perro, dos seres marcados por la soledad, desplazados por un mundo que ya no ofrece sitio para ellos, está llena de momentos bonitos, de una evolución que enriquece su unión, pero al mismo tiempo se echa en falta algo más en ella, como si en el desarrollo su protagonismo estuviera demasiado compartido con otras tramas. Pese a todo, en líneas generales la película funciona, mucho más si no eres demasiado fan de narraciones aceleradas y sí reposadas. Funciona porque emociona desde cierta tranquilidad, como la que parece definir a su protagonista (cual protagonista de un western), porque escapa de sentimentalismos excesivos, y porque logra que temas tan universales como la culpa, el paso del tiempo o la búsqueda de redención se expresen a través de gestos mínimos, de miradas y de la simple presencia de un perro al que nadie más presta atención. Y, sobre todo, porque muestra cómo, en medio de la desolación y el abandono, todavía puede existir algo parecido a la esperanza.

Larga vida a la nueva carne.