El documental es, muchas veces, un terreno sumamente más fértil de ideas que el cine de ficción. Liberados de muchas ataduras y convenciones que encarrilan a las obras narrativas por caminos muchas veces transitados, los directores de documental parecen gozar de unas alas, de una libertad, que les permiten explorar temas, estructuras e imágenes que se sienten frescas, innovadoras. Muchas veces visualizar un documental expande la idea de lo que era posible, de lo que el medio permite; por eso me gustan tanto. Bertsolari de Asier Altuna no sólo consigue un buen puñado de secuencias inusitadas, sino que además descubre, para este humilde espectador y, estoy seguro, para muchos otros, un mundo enteramente novedoso: el de los ‹bertsolaris›.
Algo que es palpable, y que mantiene el filme en un registro muy depurado, es la fascinación y respeto que Altuna, y buena parte de los vascos, sienten hacia la tradición oral. Los ‹bertsolaris› se descubren como una figura algo atemporal, que perdura en el tiempo pese a que tradiciones de este tipo han sufrido abandonos a lo largo de la historia, como expertos que van apareciendo durante el documental indican. Sin embargo los ‹bertsos› sobreviven y encima con creciente popularidad, es reconfortante ver secuencias de campeonatos con estadios llenos y cómo esta tradición se enmarca, en una decisión acertada de guión, en un marco mundial de equivalencia con otras formas de oralidad. Todo lo anterior son ejemplos de una voluntad por parte del cineasta a cargo de mostrar, efectivamente, las diferentes caras y dimensiones de un fenómeno cultural, lo cual no es reto pequeño para un documentalista.
Porque la mayor virtud del documental es justamente esa, la profunda indagación en su tema principal. Altuna se zambulle entero en el mundo ‹bertsolari›, en su pasado, su presente e incluso su previsible futuro, en las emociones atadas a todo el proceso e incluso como la ciencia ha empezado a mirar en su dirección. Es un documento fantástico, que, como desconocedor absoluto de su sujeto, me ha hecho aprender y, aún más importante, comprender realidades que escapaban a mi conciencia. La cantidad de trabajo e investigación se nota y la selección de los temas y los personajes demuestran que Altuna tiene una visión periférica de sus temas, que consigue enmarcarlos en un mundo actual que reflexiona desde diferentes puntos de vista.
Aunque no todo es texto, el documental se esfuerza en la creación de secuencias interesantes a nivel audiovisual, aunque aquí es donde creo que abarca más de lo necesario. Los ‹bertsolaris› y su tradición son, declaradamente, austeros; el efecto de su arte nace de una sinceridad e inmediatez, de saltar ante el público sin ninguna herramienta, ningún as bajo la manga. Hay un esfuerzo de Altuna de visualizar estas sensaciones y, si bien los encuentro acertados muchas veces, creo que la obra en general padece una fragmentación abusiva. El ritmo es conflictivo, las imágenes, y a
veces la música, avanzan a la carrera mientras los ‹bertsolaris›, si se tienen que mover, lo hacen despacio, meditadamente; otro ejemplo de conflicto se encuentra en el uso innecesario de CGI, que es, por suerte, muy puntual, pero que no deja de ser un canteo. No obstante, hay imágenes muy interesantes, como las del acantilado o los paseos marcha atrás, que encajan a la perfección y realzan el mensaje.
Altuna estrenó ayer viernes Karmele, que si bien es una propuesta con la que salta a la ficción, su trabajo aquí me hace confiar en que los temas que aborde serán cuidados y orquestados con una mano fina. Creo que Altuna es un realizador con gran capacidad y que parece prestar mucha atención y cuidado a sus temas, solo con eso ya se sitúa como un director al que seguir de cerca.
