Lo mitológico, anclado en la leyenda, forma parte de la relación que teje el debut de Juan Sebastián Torales en torno a un contexto sobre el que se cierne la visión más tradicional, un conservadurismo que llevará a Nino, junto a sus progenitores y su hermana, a huir de su entorno habitual tras recibir una paliza debido a su condición sexual. No obstante, su familia, especialmente por parte materna, percibe dicha expresión como algo que no se debe consentir, hecho que llevará al protagonista a afrontar su confirmación y una nueva realidad donde la diferencia sólo se concibe desde el pecado.
Rodeado de crucifijos y señales inequívocas que certifican la omnipresencia de lo que debe coartar el camino de Nino, pronto llega el falso didactismo desde el que comprender la senda idónea. Algo que el protagonista intenta asimilar durante un tiempo, para terminar abrazando un tránsito que lo lleve de nuevo a la presunta “tentación”, a aquello que demoniza ese mundo teológico que lo rodea. El protagonista ya no debe ocultarse —como en ese plano cerrado que abre, con certeza, el film, ocultos en una oscuridad inequívoca—, y expresa sus inquietudes asumiendo un pecado que le alejaría de ese mundo donde la intolerancia y la castración devienen algo más que una máxima.
El cineasta argentino compone un universo en el que esa fuga hacia el fantástico —en ocasiones bordeada por ingredientes más cercanos al cine de género puro que no terminan de funcionar del todo al no quedar integrados en su estructura— otorga un incentivo desde el que exponer el deseo de su joven protagonista. El estilo visual del que hace gala y el modo en cómo compone el tono, sumado a un concienzudo empleo del sonido, aportan valores a dicha construcción, aunque sin comprender casi nunca cómo maridar con un fondo que deviene tan estimulante como las veces infructuoso.
Pese a todo, Almamula deviene una ópera prima que posee ideas valiosas, quizá un tanto empañadas por la inestabilidad del conjunto, pero ciertamente valiosas en esa exploración de una sexualidad incipiente. Y si bien apuesta en ocasiones por aquello un tanto común, trillado, como esos juegos adolescentes en los que la hermana de Nino rechaza su presencia, se compromete con una descripción que tiene claras sus líneas centrales. Porque, a fin de cuentas, el contexto, el ambiente, es lo que contiene la mirada de Nino, al mismo tiempo que ejerce un efecto transformador ante la evidencia de que una «rama muerta» —como afirma el párroco— debe buscar nuevos espacios, aunque estos se encuentren en los confines más oscuros e ilusorios del relato: quizá así sean, pero al mismo tiempo quizá otorguen un recoveco que la sociedad, en cierto ámbito, no está todavía preparada para ofrecer. Y no podría haber nada más revelador (y al mismo tiempo lacerante) que la huida hacia lo sobrenatural, incluso quimérico, para compartir una naturaleza que solo las falsas imágenes creadas por el propio hombre convierten en vicio e inmoralidad.

Larga vida a la nueva carne.