Magic Farm (Amalia Ulman)

La llegada de la segunda película de la hispano-argentina Amalia Ulman supone un paso muy importante para la artista, ya que el circuito de festivales de Magic Farm ocurre en el momento en el que se está convirtiendo en una de las voces más seguidas de la escena independiente norteamericana. Artista multidisciplinar que tiene su residencia establecida en Los Angeles, su ópera prima trajo consigo un retorno a sus orígenes en el Gijón que la vio crecer con El Planeta, una cinta con que bajo unas maneras de baja producción y tono intimista proponía una revisión de uno de los casos más populares de los últimos años en la idiosincrasia urbana gijonesa: la historia de una madre anciana y su hija que estafaron a varios restaurantes de la ciudad emulando una falsa pertenencia a la clase alta. Si bien la película cosechó una gran recepción a nivel crítico, gracias a la estirpe de fábula y tratamiento de clase que presentó allí, con Magic Farm le llega la oportunidad de filmar una cinta bajo un mayor sistema de producción y con un reparto repleto de nombres populares de la escena indie norteamericana: desde Simon Rex, el también músico Alex Wolff y hasta Chloë Sevigny, rostro inmortal para el cine menos convencional desde los años 90. En esta película Ulman propone otra conexión autobiográfica en sus escenarios con la ubicación dentro de la Argentina rural, en este caso relatando la historia de unos documentalistas norteamericanos que, en plena efervescencia de los contenidos audiovisuales virales y la vanguardia, se trasladan a un pueblo de la mencionada zona para rodar un reportaje sobre un músico del lugar.

La cineasta filma el viaje bajo un estilo narrativo más convencional que el que propuso en El Planeta, más cercano allí al documental, insistiendo aquí en captar una realidad de clase; junto al equipo de documentalistas, quienes cometen ciertas torpezas en su viaje, recorremos la idiosincrasia local y sus habitantes comprobando cómo sienten cierta fascinación por el variopinto grupo de oriundos y ciertas situaciones, atraídos por el factor exótico; quizá con clara intención de crear ese contraste, la película se inicia en una poblada calle de Nueva York (con el equipo trabajando en uno de sus vídeos) para luego verlos completamente imbuidos por esa Argentina rural, ampulosa y envolvente. A medida que avanza la inmersión en la búsqueda de su objetivo (encontrar vestigios de ese músico perdido), Ulman trabaja en un recorrido a través de la escena local rural como si de un delirio se tratase, creando un halo de fantasía que avanza cada vez que el grupo de trabajo se ve cercado por los encantos locales. Por ello veremos desde un inesperado romance homosexual no sucumbido, diversos choques culturales ensartados en gags cómicos y una total sensación de incertidumbre; curioso es el cómo se utiliza el lenguaje hablado como herramienta de confusión, un recurso habitual en este tipo de historias que curiosamente solventa el personaje interpretado por Ulman, quien también actúa como la única persona del equipo de documentalistas que habla español; por ciertas alusiones, la cineasta parece interpretarse así misma. En el grupo crece entonces una voracidad creativa que, a pesar de los funestos resultados de su búsqueda, les obliga a generar el ansiado reportaje, tejiéndose aquí las reflexiones con las que Ulman trabaja en esta especie de ‹road movie› satírica. Vemos cómo el uso de los lenguajes audiovisuales se recibe como un utensilio de vacua herramienta de contenidos, y cómo este grupo de personajes documentalistas representan un grupo social muy concreto que acaba chocando y rindiéndose ante ese espectro social tan marcado como el rural, que parece inerte ante esta modernidad de cuestionado valor artístico.

Con este subtexto, Magic Farm destaca por un andamiaje de sátira hacia los tiempos actuales que ayudan a que el tono de comedia se sujete con decoro en este retrato de personajes, impulsando el estudio de contraste social que promulga la obra. Además, si bien la película pudiera adolecer de ciertos desatinos en su ritmo narrativo, su crítica a la “modernidad online” se consolida con la facilidad con la que Ulman pivota sobre ciertos tecnicismos de puesta en escena; desde el cálido acercamiento a los personajes que recuerdan a los mejores tiempos del indie de los 90, hasta la inclusión de una dirección de arte que pone el dedo en la llaga a la hora de mostrar los artificios vacuos de la era moderna, escenificado en la propia obra que crean los documentalistas aquí protagonistas. Cierto es que su predilección hacia lo absurdo en algunos momentos puede llegar a agotar, pero su ‹tour› de contrastes tiene un toque tan humano que acaba contaminando muy positivamente el resultado final.

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