Una semana después de terminar L’Alternativa, recordamos una de las películas más bonitas que se han presentado en esta 32.ª edición. Sin duda, mi favorita del festival: Short Summer de Nastia Korkia. A pesar de no haberse llevado ningún reconocimiento en Barcelona, su trayectoria ha pasado por Venecia y Chicago, haciéndose con el premio Luigi de Laurentiis a Mejor debut y el Gold Hugo en la sección New Directors Competition respectivamente.

El secreto es un juego común entre los niños y niñas de Rusia. Consiste en buscar flores, enterrarlas y colocar un cristal encima, cubriéndolo con tierra. Katya, la protagonista, saca su cristal por la ventanilla del coche y juega a reflejarlo con la luz del sol. Viaja con sus abuelos, con quienes pasará el verano. Justo antes de entrar en la aldea, dos niños se acercan al vehículo reclamando los papeles del coche para realizar un control.
Short Summer se enmarca en la Rusia de 2004, concretamente en la segunda guerra chechena y la tragedia de Beslán, en la que murieron 334 personas, de las cuales 186 eran niños. El film surge de la necesidad por tratar de entender qué estaba pasando en el país durante la infancia y juventud de la directora. Aun así, Nastia cuenta que le gusta cuando la gente sale de la película sin poderla situar en el tiempo; «en realidad no hay mucha diferencia con lo que está pasando ahora». Sigue habiendo niños que se encargan de hacer el ‹checkpoint› de vehículos, se sigue usando el mismo vocabulario, refiriéndose a la guerra como una operación antiterrorista.
La película está basada en los recuerdos de Nastia y los de las personas de su entorno. Historias que vivieron sus amigos le han servido para reconstruir su propia infancia, marcada por la crudeza y la crueldad. Crudeza que no excluye la posibilidad de encontrar también cosas bellas. Al contrario, belleza y hostilidad conviven constantemente en el film. Los niños juegan al fútbol mientras un tren de tanques cruza por detrás. Y ni se inmutan, porque están en su propia cápsula del tiempo. Nastia no se limita a hablar de un país o un contexto en concreto, sino que plasma una sensación universal del verano en cualquier infancia, reflejando el tedio y la lentitud. El ritmo de la película, pues, se impregna de este tedio, haciéndonos sentir el tiempo a través de planos largos y observacionales que nos transportan a nuestra propia infancia.

Nastia cuenta que, cuando le pasaba algo traumático durante su infancia, se centraba en los detalles e ignoraba el resto de cosas. Desde el inicio de la película, la cámara nos aproxima al mundo de Katya; somos cómplices de su intimidad, sus acciones, su forma de observar. A su vez, el mundo de Katya se encuentra muy alejado de una realidad impregnada de muerte, infidelidad y guerra, aunque los adultos intenten ignorarlo. Porque es lo que hacen: tratan de esconderse de las noticias e ignorar lo que está sucediendo, pero al final la guerra acaba entrando en su cotidianidad; «Cuanto más quieren evitarla, más efectos tiene la guerra en los niños».
Por lo que respecta al tratamiento del sonido en la película, la mayoría fue construido en postproducción. Cabe destacar que el rodaje se realizó en Serbia y así descubrieron cuán distintos son los sonidos de Serbia y Rusia, aun siendo países vecinos. «Ni siquiera los animales suenan igual» —añade Nastia; así como el sonido de las casas, ya que en Serbia están hechas de piedra mientras que en Rusia son de madera.
Lo que más me ha gustado de Short Summer es el tono en que se desarrolla la película. El cuidado con el que está compuesto cada plano, como si de fotografías se tratase; la luz de verano que incide sobre los paisajes bucólicos y escenas en las que conviven realidades paralelas, unas más utópicas que otras, pero todas ciertas y tangibles. En definitiva, una película delicada como un regalo, o más bien, como un detalle.







