Un retrato de la realidad atroz de las mujeres afganas
Cuando una cineasta se propone aprender la dureza extrema de la vida para determinadas personas de concretas regiones del mundo, puede optar por diversas posibilidades y puntos de vista. En el caso de la turca Gözde Kural, de vuelta en Afganistán ocho años después de su ópera prima Dust, con esta película que tuvo su estreno mundial en la competición principal de Karlovy Vary, y que ahora recala en la competición oficial de la Mostra de València, las decisiones tomadas nos arrastran sin remisión a un vacío desesperanzador hendido de implacable sordidez, pese al enfoque delicado y perspicaz de la cineasta.

En esta ocasión, Kural se enfoca en Leila (Fereshteh Hosseini), una mujer afgana que ha perdido a su hijo Omid. Nos la presenta Kural deambulando por las calles de una pequeña ciudad por la noche, en busca del pequeño, que desapareció después de que los talibanes atacaran su casa y asesinaran a su marido. Establece así desde el mismo arranque del film esa sensación constante de desorientación y aislamiento de la protagonista a través de los encuadres del director de fotografía Adib Sobhani, cuya cámara en mano se tambalea sin tregua a su alrededor. Los hirientes primeros planos en los que observamos a Leila en permanente sensación de peligro, nos muestran sin el menor género de duda cuál es la infame condición de las mujeres en el país asiático. Leila no puede caminar sola ni aun cubierta por un burka. Y en un acto que parece salido de una tragedia griega, una transformación castrante, invalidante, la mujer retira la grava de la tumba sin lápida de su marido, le corta la barba con unas tijeras, se la pega en la cara y se viste con su ropa.
A partir de ese momento Leila va a vivir travestida en un hombre. Y no va a cejar en su empeño. Seguirá buscando hasta que el destino la cruce con un sepulturero casi asceta, Sinjar (Reza Akhlaghirad), y con el Cinema Jazireh, que es en realidad una tapadera para una operación criminal en la que secuestran a chicos jóvenes y los entrenan para explotarlos sexualmente. Recoge de esta manera la directora las prácticas del ‹bacha posh›, en la que niñas son criadas como varones, y del ‹bacha bazi› o los llamados “niños bailarines”, en la que los menores son travestidos para ser prostituidos.

Desde esta revelación, la narración de Kural se va a bifurcar en dos evoluciones paralelas. Mientras la protagonista indaga, como espectadores asistiremos a la espeluznante realidad oculta. Al antro infame llegará Azid, un niño de mirada ingenua (interpretado por Ali Karimi), acompañado por el jefe de la trama, Waheed (Hamid Karimi), y su secuaz Ashraf (Meysam Damanzeh), quienes lo presentan a Zabur (el actor turco Mazlum Sümer), la joven prostituta residente que baila para los clientes y después mantiene relaciones sexuales. Zabur es la persona responsable de instruir a Azid y a los otros chicos captados por esta mafia inmunda.
El film parece ambientado en los años 90 del siglo pasado, ya que el DVD se presenta como una tecnología novedosa en la tienda de contrabando donde Waheed consigue una videoconsola Game Boy y una cámara de video con la que comienza a filmar a Azid, lo que aporta un interesante tercer punto de vista en la historia. Y es que la cineasta, entre la fascinación de los niños por un poster de la mítica La parada de los monstruos, de Tod Browning, o por el DVD de Titanic, que observan con gran interés, mientras My Heart Will Go On suena a todo volumen fuera de plano, va componiendo pequeños instantes, destellos vitales, que nos incomodan profundamente por la naturaleza abusiva y ruin de lo que nos cuenta —de hecho, el Ministerio de cultura de Turquía retiró su apoyo a la película tras un primer visionado—.

Pero es que además, la directora intensifica su apuesta por ese contraste constante y desasosegante, que alterna escenas terribles como aquella en la que Sinjar “pesca” un cadáver perdido de un río para conseguir una barba apropiada para Leila, o la ejecución fuera de plano de tres hombres por vender casetes de música, con esa sala de actuaciones pintada de color rosa del Cinema Jazireh, donde resuenan una música y unas risas que consiguen congelarnos el alma —resulta especialmente conmovedor en el peor sentido del término, el destino de Zabur, que no conoce ni concibe otra forma de vida y tiene un futuro dramáticamente incierto—.
En el plano formal, la propuesta de Kural se sustenta en una puesta en escena muy cuidada en base a un buen trabajo de localizaciones, que vuelve a recurrir a la alternancia entre espacios abiertos, como caminos polvorientos, pueblos construidos por casas derruidas por la guerra y apenas conectadas entre sí, con un fuerte componente metafórico de la comunidad desarticulada, con esos espacios interiores, clandestinos, que ocultan su degeneración a los ojos de la mayoría. Para mi, es esa constatación de un crimen tan horrendo como el maltrato brutal sobre las mujeres del régimen talibán, ese segundo nivel subterráneo de tremebunda pederastia supuestamente consentida, lo que singulariza la propuesta de la directora, pese a que se le pueda reprochar un exceso de metraje y reiteración que desactiva en parte su potencia dramática.


«El Cine es más hermoso que la vida.»





