La larga marcha (Francis Lawrence)

No deja de ser curioso que de todas las adaptaciones de libros de Stephen King las mejores, con puntuales excepciones como por ejemplo Carrie, sean siempre de historias no explícitamente terroríficas o, como mínimo, no de género entendido como algo sobrenatural. Cuenta conmigo o Cadena perpetua son claros ejemplos de ello y, aunque distintas en temática, no dejan de tener algo en común: su preocupación por el estudio de personajes en un trasfondo de cotidianidad que, al final, no deja de contar tramas, historias terroríficas por lo dramático del asunto expuesto.

La larga marcha, una distopía en tanto no se puede enmarcar en ninguna realidad verificable, sigue la línea de estos ejemplos dados. Y lo de la línea no deja de ser, en este caso, un elemento a tener en cuenta. Al fin y al cabo esta es una historia cuya traslación en imágenes, por lo lineal del asunto, puede parecer muy simple en cuanto a no necesitar de pirueta formal, pero que resulta complicado a la hora de mantener el interés en base a una tensión que va más allá de la situación límite y que implica diversos dramas personales.

Es por ello por lo que Francis Lawrence entiende la primacía del diálogo y, por supuesto, la necesidad de obtener unos personajes tan interesantes como realistas. Lo importante aquí es empatizar y sufrir con ellos, y no solo por lo que dicen sino porque sus motivaciones y acciones sean suficientemente claras y entendibles.

Con ello Lawrence afronta un dilema, hacer una película puramente política, donde sus personajes sean meros títeres de un sistema tiránico, o bien desechar la idea del discurso político directo para construir algo más complejo, un puzle de ideas que se erige capa a capa para que sea la audiencia quien dibuje finalmente la foto completa y, con ello, decida si lo acontecido encaja con sus expectativas morales e ideológicas. Y no, no es que la película opte por no posicionarse, su denuncia del autoritarismo y del aprovechamiento de la necesidad mediante un juego salvaje está clara. Una situación que parece ser profética dada la fecha de su publicación, pero que resuena hoy en día con fuerza inusitada.

Para Lawrence, pues, lo importante es dar ejemplo con la intención primera del texto, reivindicar la libertad. Una libertad de elección que gustosamente presta a la audiencia dejando espacio para la reflexión postrera. Ello no implica que estemos ante un despliegue de seriedad bordeando lo presuntuoso, al contrario, hay espacio para la ternura, el humor y el acercamiento íntimo a sus protagonistas. Una especie de vía de escape para huir del drama constante que sirve tanto de alivio para personajes como para los espectadores.

Pero quizás le mejor manera de describir La larga marcha se resume en sus escenas finales, esa metáfora ambigua que, por momentos, puede parecer obvia a primera vista, pero suscita un debate más que interesante sobre el verdadero significado de las libertades individuales, la rebelión o si la venganza y la justicia pueden convivir en algún momento sin tener que pagar un alto precio por ello.

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