“Sado-miseria” o el drama extremo de la migración
Me disculpo de antemano por una introducción tan tremendista. Incluso algo desajustada respecto a lo que pretendo expresar. De hecho, nunca he sido demasiado partidaria de esa definición —porno-miseria— que pretendía denunciar el exceso de celo en la plasmación cinematográfica de la miseria que asola a porcentajes vergonzantemente cuantiosos de la humanidad. Hay algunas voces que incluso cuestionan que la película que traemos hoy a estas páginas se pueda calificar de esta manera. En todo caso, en mi particular experiencia en una sala oscura de los cines Babel, la percepción de una intensidad dramática irrespirable por medio de una utilización muy específica y esforzada de una suerte de “nueva carne” que genera repugnancia a la par que una profunda desazón, se impuso sobre otras consideraciones.

Aisha Can’t Fly Away es la ópera prima del director egipcio Morad Mostafa (I Promise You Paradise), que escribe el guion junto a la productora Sawsan Youssef y Mohamed Abdelader. La película, seleccionada para competir en la sección Un certain regard del festival de Cannes 2025, en lo que sin duda constituye un hito del cine egipcio, se centra en Aisha (Bulliana Simon), una cuidadora sudanesa de 26 años que vive en el corazón de El Cairo. Allí, es testigo de la tensión constante entre migrantes africanos y pandillas locales mientras brega con una relación sentimental ambigua con un joven cocinero egipcio, Abdoun (Emad Goniem), que le da de comer cada semana en la cocina del restaurante donde trabaja de forma casi clandestina. También con la angustiante asociación impuesta con un gánster, interpretado por el popular rapero egipcio Ziad Zaza, que la chantajea para conseguir las llaves de las casas de las ancianas que cuida a cambio de seguridad. O con su destino laboral en un nuevo hogar donde deberá cuidar al más despreciable de los enfermos. Y entre tanto caos y abuso constante, muy bien transmitidos mediante esas constantes rupturas en el ritmo narrativo que contribuyen a transmitir la angustia asfixiante pero soterrada que invade la vida de Aisha, enfrentada como se encuentra sin tregua con unos miedos y derrotas que ningún ser humano debería soportar en un mundo decente, un buen día sus ensoñaciones, enigmáticas, pesadillescas, comienzan a confundirse con la realidad.
Antes de profundizar en unos hallazgos narrativos y estéticos de incuestionable valor respecto al discurso artístico y socio-político del director en su película, querría recuperar las palabras de Mostafa sobre el origen de su proyecto: «Hace un tiempo, viajando en microbús por Ain Shams, vi a una chica africana con el rostro cansado durmiendo con la cabeza apoyada en la ventana. De pronto despertó llorando histéricamente y se bajó sin decir una palabra. Esa imagen se quedó conmigo. Me pregunté muchas veces: ¿cuáles eran sus sueños y temores? ¿Cómo se entrelazaban con una ciudad tan dura incluso con su propia gente?».

Y es que el gran mérito de Mostafa es haber conformado una línea argumental perfectamente trazada entre las tremebundas vivencias cotidianas de Aisha y esa subversiva y cifrada transformación física y mental de la protagonista, que se adentra con delicada originalidad y extrema radicalidad en el territorio conocido del horror corporal, a la vez que coquetea con surrealistas secuencias de alucinación mental. Primero será esa enorme avestruz, que se cruza de pronto en su camino una noche oscura, justo después del primer escollo realmente insalvable. Un ave incapaz de volar, como nos anunciaba el cineasta respecto a Aisha desde el mismo título del film. Y que volverá. Después, esa inquietante erupción cutánea que no deja de extenderse por su cuerpo hasta extremos impactantes que no es cuestión de revelar aquí. Y esos nauseabundos pasajes, en los que los intestinos putrefactos del animal o sus peligrosos cartílagos se colarán hasta el mismo núcleo del relato, en la boca de Aisha. Y desde luego, ese trance perturbador, casi maquiavélico, en el que Aisha disfrazada con una careta de Batman, asemejándose a un ser mítico, vengador, juega al escondite con el nieto del agresor para entretenerlo. Sin duda, uno de los hallazgos visuales y metafóricos más brillantes del film, que destaca entre todo un aparato formal refinado, cromáticamente elaborado, a cargo del director de fotografía Mostafa El Kashef (The Village Next to Paradise), que tiene una predilección especial por la cámara en mano.
Es así, en los contrastes, con esa proximidad física y ese distanciamiento emocional, con ese tono sensible y áspero a un tiempo, como Mostafa consigue ofrecernos una película poderosa, interpretada con solvencia, especialmente en el rostro sufriente e impertérrito de la debutante Simon, que trasciende la temática material de la migración para reflexionar sobre «la pertenencia, el deseo de ser vista, la soledad del marginado, que aun así se atreve a soñar y encontrar luz en la oscuridad». Para mi, la mejor de las vistas en esta Mostra de València de 2025, y justa ganadora de la Palmera de Oro.


«El Cine es más hermoso que la vida.»





