
En un momento dado de la entrevista a Bárbara Lennie que tuvo lugar el 23 de octubre en La Revuelta (La1), con motivo de la promoción de su película Los tigres (2025, Alberto Rodríguez), esta invitó al programa a Edu O’Kean, buzo industrial que, además de contar cuál fue su papel en el rodaje, explicó varias de sus funciones laborales bajo el agua, donde es uno de los profesionales que realizan trabajos especializados en plantas petrolíferas y estructuras subacuáticas. Cuando O’Kean empezó a mostrar algunos de los materiales habituales utilizados en su día a día, el presentador David Broncano le preguntó cómo ejercía la fuerza para dar con el mazo dentro del agua, a lo que este respondió de forma natural que bastaba con ejercer dicha fuerza con el cuerpo entero, apoyándose en el movimiento y en la inercia. Esa imagen —la del cuerpo entero implicado en el golpe— sirve como metáfora de lo que propone Las contrabandistas de Guncheon, la película de Ryoo Seung-wan sobre un grupo de mujeres buceadoras en la Corea del Sur de los años setenta que, ante el destrozo ecológico producto de la ausencia de límites legales para las empresas y la precariedad de los pesqueros, acaban implicadas en redes de contrabando marítimo.

La historia empieza cuando un pequeño pueblo costero que sobrevive gracias a la pesca y a la recolección submarina se ve ahogado por la contaminación industrial que está acabando con la vida marina. Las mujeres que antes se sumergían para encontrar pescado que vender en las lonjas y mercados se ven obligadas a sumergirse para traficar con mercancías. La película, podríamos decir que dividida casi en capítulos, arranca con la entrada en el negocio ilícito, sigue con la traición y la prisión, y culmina con el regreso de una de ellas, Choon-ja, al pueblo años después, cuando el mar y las amistades ya no están igual de calmos y los verdaderos líos argumentales empiezan a veloz ritmo. En ese viaje de ida y vuelta entre el fondo y la superficie, entre la inocencia inicial y la supervivencia posterior, el director busca construir una alegoría del trabajo femenino como rebeldía pese a los propios límites de su pobreza y situación heteropatriarcal.
Formalmente, Las contrabandistas de Guncheon combina el drama costumbrista con la película de atracos y el thriller criminal, un híbrido que Ryoo maneja con soltura, aunque no siempre con el mismo pulso, resultando en algunos puntos excesiva por simplista, o quizás por sus reminiscencias a películas como Ocean’s Eleven: Hagan juego (2001, Steven Soderbergh). Como buen cine coreano comercial, hay secuencias de acción de una precisión coreográfica espectacular —el combate submarino o la pelea en el almacén—, pero también momentos donde la narración se dilata y el tono parece perder intensidad a pesar de mantener la rapidez constantemente. Aun así, o quizás por esas prisas, el resultado general es positivo, incluso ante la inusual textura acuática de las personas que se aguantan tanto rato bajo el agua: una mezcla de salitre, sudor y humor basicote que recuerda tanto al realismo de los setenta como al cine de género más reciente de Corea del Sur, ese que se atreve a mezclar la violencia con la sátira social y el melodrama con la épica obrera y hasta feminista (con sus cosas particulares, que no por nada son uno de los países capitalistas más ‹incels›).

Lo más interesante de Las contrabandistas de Guncheon no es su trama de giros ni su estética retro con temazos de la época asociados a la mar y al contrabando, sino la manera en que muestra la relación entre cuerpo, trabajo y poder. A pesar de parecer una obra sin grandes ambiciones más allá del entretenimiento, en su jovialidad y en el peso de las protagonistas hay algunos momentos que dan para reflexión, sobre todo cuando las protagonistas hablan desde la desesperación. Ahí, cada inmersión de las buceadoras se convierte en una alegoría de aquel mazo utilizado por el buzo industrial: mujeres que se lanzan al agua en grupo, que se comunican con gestos, que coordinan su respiración y su esfuerzo para arrancar del mar lo que la tierra les ha negado. Frente al empresario que contamina y al mafioso que explota, ellas responden con la única herramienta que poseen: la solidaridad física, el movimiento conjunto. La cámara de Ryoo, ágil pero empática, capta ese gesto colectivo como una forma de unión ante la fragmentación social de los que solo miran por ellos mismos.
Quizá no alcance la potencia emocional de An Elephant Sitting Still (2018, Hu Bo) ni la precisión política de Parásitos (2019, Bong Joon-ho), pero Las contrabandistas de Guncheon remite a la misma necesidad de unidad: el brazo necesita del cuerpo como el trabajo —o una situación desesperante— necesita del grupo. La fuerza —física o política— no es nunca individual, sino el resultado de un movimiento colectivo, de una coordinación de impulsos. Y aquí Las contrabandistas de Guncheon es una marea: avanza, retrocede, se agita y vuelve a empezar.






