Shelby Oaks (Chris Stuckmann)

Una perturbadora casa con las paredes llenas de humedades donde habita (cómo no) el mal, una celda repleta de inscripciones chungas y parafernalia demoníaca o un parque de atracciones abandonado a su suerte son algunos de los lugares comunes que componen el particular microcosmos de Shekby Oaks. Elige, de este modo, Chris Stuckmann bordear un territorio que no podría ser mayor declaración de intenciones, pero que de paso no podría hablar mejor sobre su honestidad a carta cabal, compuesta desde la mayoría de tropos y estereotipos que el debutante pone sobre la mesa.

Entre segmentos de ‹found footage› transcritos como si de un ‹true crime› bordeado por el sobrenatural se tratara, la típica investigación que no requiere espectadores demasiado despiertos —en caso de duda, Stuckmann realiza un sutil ‹zoom› sobre la parte de la imagen que desea destacar—, unas notas de truculencia por aquello de aderezar la cosa con algo más que ‹jump scares› predecibles y una querencia por los escenarios nocturnos que arrojen la inquietud que su (ausencia de) atmósfera no es capaz de dibujar, nos encontramos ante una pieza que tiene muy claro el ABC genérico al que juega, y así lo transmite en todo momento.

No hay lugar para complicaciones, extraños desvíos o discursivas adyacentes de ningún tipo. Aquello que Stuckmann desviste en su debut es puramente cine de género, sin cortar ni refinar. Otra cosa, claro está, es que el lenguaje que maneja el de Ohio sea lo suficientemente pulcro como lo requiere la situación en más de un momento. Lejos de todo ello, se advierten incluso tintes de lo que podría ser un producto televisivo, tanto en su faceta estructural/narrativa, como en la visual, que en ocasiones no termina por aprovechar algunos de los escenarios provistos.

Pero todo esto no es inconveniente en el momento de afrontar una cinta que triunfa donde otras se embarran. A fin de cuentas, la simplicidad con que el cineasta aborda Shelby Oaks, la agilidad y dinamismo que otros no lograrían imprimir a una narración tan efectiva como llano es lo que se quiere contar, concretan las posibilidades de un dispositivo eficiente a rabiar. Sí, quizá torpe en su planificación y ejecución, pero tan rebosante de brío en su construcción que uno apenas tiene tiempo para pensar en si el subidón de volumen a la vuelta de la esquina es una chapuza o un enérgico recurso más.

Que Stuckmann no esboce mínimamente una mitología de aquello que podría ser un universo sugerente, que los mecanismos de que dispone sean tan simples como lo sería el de un botijo o incluso que uno no tenga tiempo para preguntarse si la protagonista se está metiendo en la boca del lobo cuando resulta evidentísimo que así es, no son sino consecuencias de un producto que juega sus cartas de la forma más ingenua posible, pero que al mismo tiempo comprende su claridad expositiva como la más idónea de las herramientas desde la que llegar al punto deseado.

Es fácil, a resumidas cuentas, reconocer que no se está ante el enésimo triunfo del cine de terror (otro gallo cantaría si estuviese narrada desde la perspectiva de una de las ratas de la celda donde permaneció encerrado Wilson Miles): Stuckmann no inventa la pólvora, ni falta que le hace. Lo suyo es el pragmatismo, y si ello conlleva disfrutar (con los defectos e imperfecciones propios de una ópera prima) durante poco más de 90 minutos de un film como Shelby Oaks, bienvenido sea. Sobre todo, si en un último (y totalmente inesperado) giro de los acontecimientos nos regala dos escenas que son carne de ‹exploit› y festividad: nada como abrazar el cine de género en su más pura (y menos destilada) expresión.

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