Kyuka: el fin del verano (Kostis Charamountanis)

El verano llega, y como repite esa voz en ‹off› sinuosa, armoniosa e incluso tranquilizadora que en más de un momento recorre la narración, nos engulle. Hay mucho de esa calma veraniega, atrapada en las olas del mar, que fulgen bajo la resplandeciente luz del sol, en Kyuka: el fin del verano, pero al mismo tiempo se consigue recoger esa sensación de no lugar, de atemporalidad que siempre conservan los pequeños tiempos muertos que conforman el periodo estival.

Lejos de obligaciones y ocupaciones, Kostis Charamountis se pierde en esa representación ya desde su primera escena, donde Elsa le reclama a su hermano, Konstantinos, un bocado de lo que come, para terminar escupiéndolo al mar. Porque aunque el cineasta griego pone su foco sobre lo idílico y apaciguador que puede ser un viaje en un velero en pleno verano a través de la magnífica labor fotográfica de Konstantinos Koukoulios —que recoge ese contoneo del agua, ese brillo perenne, ese azul intenso pero relajador—, su prisma se amplifica en otras direcciones. Elsa vomitando después de un mareo, la extraña captura de un pez muerto o, ya bien entrados en el film, la absurda disputa entre la testosterona de dos hombres por ver quién ha logrado el trofeo más grande y preciado. Son secuencias que conforman un escaparate extraño, desacostumbrado, y que se contrapone al vaivén del barco, acompasado a la perfección mediante un montaje que tan pronto realza la tranquilidad como la más disparatada de las pugnas en una batalla de cortes que en realidad son miradas, diálogos y una evaluación de egos perpetua.

La etapa más esperada del año (no por su pegajoso calor) amplía así su espectro desde las playas, el mar, la calma, pero también desde un secreto que pronto se nos descubre, pero no se adhiere al relato como si todo dependiera de ello. De hecho, Charamountis relega un reencuentro que debía poseer peso y relevancia a una secuencia bufa que termina con desencuentros, un baño inesperado y poco más.

Aquello que bien pudiera ser una epopeya familiar —de hecho, algunos fragmentos parecen llevarnos a dicho terreno— se convierte en un inolvidable verano que adquiere una variedad de registros, matices y tonos tan fascinante como su narración: repleta de recovecos y estímulos, Kyuka nos adentra en un microcosmos en el que es una auténtica delicia perderse. Uno que no obvia, más allá de su perseverante belleza, el patetismo y honestidad que rezuman sus personajes: como en ese video que Babis entrega a Anna, su ex-mujer, y que a través de simples retales, con Elsa y Konstantinos como protagonistas, recoge una vivacidad sólo coartada por el dolor e incertidumbre de una madre en una de las secuencias más bellas del film.

Kyuka: el fin del verano obtiene en su variedad un esplendor que ni siquiera esos momentos alejados del todo y sumergidos (oportunamente) en la nada logran deshacer. No deja de haber en ellos una certeza desde la que reconstruir una historia mínima, bordeada con constancia por el humor, pero también por una suerte de melancolía imperante, de cadencia irresistible, perdida entre los instantes junto al mar y los recuerdos que nos marcan indefinidamente.

No obstante, y como bien parece deslizar el autor griego en su final, no todo consiste en parapetarse en una memoria con la que de vez en cuando hay que romper para seguir abriendo nuevos caminos, aunque sea lejos de aquellas personas que en algún momento se antojaron inevitables. Todo bordeado de nuevo por la luz, el mar y esa narración tan dispar que, incluso cuando termina, podría volver a empezar. O eso quisiéramos nosotros.

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