El dolor por la pérdida es una de esas experiencias que, tarde o temprano, nos atraviesa a todos. La soledad también: más o menos intensa, más o menos duradera, pero siempre presente como recordatorio de nuestra humanidad. Blue Sun Palace, primer largometraje de la cineasta chino-estadounidense Constance Tsang, encapsula ambos sentimientos en un espacio cerrado, asfixiante, pero no por ello exento de momentos de ligereza, de humor y de esperanza. De redes de apoyo, en resumen (ya sean amorosas, amistosas o puramente profesionales). En un rincón de Nueva York donde los inmigrantes taiwaneses y chinos viven como ciudadanos de otro mundo, la vida transcurre marcada por la amargura de no pertenecer del todo a ningún lugar.
Completamente alejados de esa “visceralidad” política y más preocupada por la parte íntima del ser, Tsang nos muestra la vida en un salón de masajes regentado por 4 mujeres como un microcosmos fascinante, a saltos triste, a saltos bello, por momentos horrible y en ocasiones amable durante sus 2 horas de metraje. Entre precariedad, horarios interminables y rutinas mecánicas, surge un universo propio, casi familiar. Allí, Didi (Xu Haipeng) y Amy (Wu Ke-xi) no solo trabajan, sino que también conviven, se apoyan mutuamente y generan un lazo profundo de afecto. La repentina muerte de Didi —víctima absurda de un robo convertido en asesinato— rompe ese frágil equilibrio y deja en Amy un vacío imposible de llenar. La negación de un último adiós y una cierta sensación de culpa que no se trata abiertamente en la película convierte el luto en un dolor aún más áspero, que se transforma poco a poco en punto de partida hacia otro tipo de vínculo.
Aunque lo mejor de la película tiene lugar en la primera media hora protagonizada precisamente por Didi, cuyo papel sirve además para presentar a Amy y a su novio Cheung (Lee Kang-sheng), todo su desarrollo mantiene un tono sólido y una atmósfera que parece sincera y que en su lentitud resulta suficientemente conmovedora. La muerte de Didi, que trunca abruptamente dos relaciones, abre entonces una grieta común: una misma herida emocional que, paradójicamente, se convierte en lugar de encuentro. Tsang filma esta conexión con paciencia y delicadeza, con una cámara que observa en silencio y rueda con algunos tics propios del género intimista independiente, dejando espacio a los gestos mínimos, a los silencios que se prolongan y a los huecos que los personajes tratan de llenar con rutinas domésticas, conversaciones a media voz o la simple compañía.
La Nueva York que aparece en pantalla parece no tener escapatoria, reducida a sótanos húmedos, a cocinas improvisadas, a habitaciones donde la intimidad se confunde con la supervivencia y a exteriores donde casi no se puede andar sin sentirse un extraño. Apenas existe el exterior, cobrando mucho más valor cuando es casi un protagonista más hacia el final, cuando los pocos planos de Queens desaparecen bajo el peso de las ganas de escapar, del duelo personal y del trabajo que, por el carácter de sus clientes, es bastante deprimente. La vida festiva de una comunidad migrante —fuegos artificiales, cenas compartidas, karaokes a dúo— se ve interrumpida por la violencia y, sobre todo, por la distancia irremediable respecto a un hogar y un entorno perdidos.
Formalmente, la película revela la doble naturaleza de un proyecto nacido en el ámbito académico (Tsang lo gestó como parte de sus estudios en Columbia) pero rodado en 35mm, con colores cálidos que a veces contrastan con la sordidez del entorno. En ese choque entre lo estético y lo narrativo se percibe la búsqueda de una cineasta que todavía afina su lenguaje, pero que ya demuestra una madurez interesante y sobre todo ganas de contarnos algo de verdad. Su manejo del ritmo pausado, sin llegar a la radicalidad del ‹slow cinema› que evoca, sí transmite un estado de estancamiento vital en el que los personajes parecen condenados a repetir patrones en su día a día para no enfrentarse a su existencia.
Si a esto añadimos a una Wu Ke-xi que dota de vulnerabilidad y contención a un personaje que carga sobre sí tanto la soledad estructural del inmigrante como el dolor íntimo de la pérdida y a un Lee Kang-sheng “in the mood for love”, la melancolía y la ternura inesperada que surge al compartir su duelo permite que el desarraigo y la intimidad mostrada casi nunca caiga en subrayados ni en sentimentalismos fáciles, ofreciendo un debut sólido y paciente que abre la puerta a una cineasta a seguir (si continúa haciendo cine, claro).