La trama fenicia (Wes Anderson)

Wes Anderson, uno de los cineastas contemporáneos más distintivos, regresa con La trama fenicia, una obra que no solo reafirma su consolidada firma autoral, sino que también intensifica el debate crítico en torno a la evolución de su cine. El filme, centrado en el traficante de armas Anatole ‘Zsa-Zsa’ Korda (Benicio del Toro) y su intento de reconciliación con su hija monja, Liesl (Mia Threapleton), funciona como un microcosmos de las metodologías y preocupaciones temáticas que han definido su carrera. Al examinar esta nueva entrega, se hace evidente que Anderson ha trascendido la mera estilización para adentrarse en un formalismo casi autorreflexivo, donde su universo, meticulosamente construido, se convierte tanto en el escenario como en el tema principal de su discurso cinematográfico.

La obra de Anderson es, innegablemente, el reflejo de un autor consolidado. En La trama fenicia, esta autoría se manifiesta a través de un formalismo exacerbado. Cada encuadre es un ‹tableau vivant› caracterizado por una geometría obsesiva y una simetría axial que se ha convertido en su sello inconfundible. La paleta de colores, rigurosamente controlada, no es meramente decorativa, sino que opera como un sistema semiótico que codifica el tono emocional y las relaciones de poder entre los personajes. Esta aproximación deliberadamente artificial distancia al espectador de una experiencia naturalista, invitándolo a un análisis más consciente de la construcción cinematográfica. La película, con su desfile de personajes excéntricos —desde el entomólogo noruego Bjorn (Michael Cera) hasta el antagonista Nubar (Benedict Cumberbatch)—, presentados con la rigidez hierática característica del director, subraya una teatralidad que evoca las convenciones de dicho arte.

Sin embargo, si en obras canónicas como El Gran Hotel Budapest (2014) este formalismo servía como un contrapunto dialéctico a la brutalidad de un mundo en descomposición, en La trama fenicia la estética amenaza con convertirse en un fin en sí mismo. La crítica recurrente al cine “andersoniano” tardío, que lo acusa de privilegiar el estilo sobre la sustancia, encuentra aquí nuevos argumentos. La película se deleita en su propia artificiosidad, pero lucha (sin conseguirlo del todo) por alcanzar el equilibrio que permitía que la melancolía y la emoción genuina permearan la superficie estilizada de sus trabajos más celebrados.

La trama fenicia se alinea con el maximalismo narrativo que Anderson exploró en La crónica francesa (del Liberty, Kansas Evening Sun) (2021). Su estructura episódica, que sigue a Korda a través de una serie de viñetas —desde una surrealista partida de baloncesto con el Príncipe Farouk (Riz Ahmed) hasta una tensa negociación con el financiero Marty (Steven Wright)—, refleja una concepción del relato como un ‹collage›. Cada segmento funciona como una pieza autónoma de virtuosismo técnico, pero la cohesión del conjunto se resiente. Esta estructura fragmentada, si bien es coherente con la estética de Anderson, dificulta el desarrollo de un arco emocional sostenido.

El núcleo de la película debería residir en la dinámica paterno-filial entre Korda y Liesl, un tema recurrente en la filmografía de Anderson, quien ha explorado consistentemente las familias fracturadas y la búsqueda de figuras paternas —piénsese en Los Tenenbaums. Una familia de genios (2001) o Moonrise Kingdom (2012)—. No obstante, la relación se presenta con una distancia irónica que impide una catarsis emocional plena. El humor seco y minimalista, que encuentra en la interpretación imperturbable de Del Toro a un vehículo ideal, genera una comicidad cerebral. Del Toro se erige como el ancla gravitacional de la película, su magnética presencia unifica una narrativa en constante riesgo de dispersión. Aun así, esta sofisticación humorística opera a expensas del patetismo que convertía las situaciones absurdas de sus obras anteriores en momentos conmovedores. La artificiosidad, llevada al extremo, erige una barrera que media la conexión empática del espectador con el drama humano subyacente.

En última instancia, La trama fenicia plantea una paradoja fundamental sobre el artista que ha alcanzado un dominio absoluto de su medio. La fórmula Anderson, con su gramática visual perfectamente codificada, corre el riesgo de caer en el automatismo. La precisión que antes sorprendía ahora se percibe como una repetición de patrones exitosos, una entrega que satisface las expectativas del espectador sin transgredirlas. El filme no es, en modo alguno, una obra fallida; es entretenida, visualmente deslumbrante y está salpicada de momentos de ingenio. La actuación de Benicio del Toro como un antihéroe “andersoniano” por excelencia es, sin duda, memorable.

Sin embargo, la película carece de la resonancia trascendente que debería acompañar a una historia de redención. Mientras que El Gran Hotel Budapest concluía con una elegía agridulce por el fin de una era, La trama fenicia ofrece un cierre que, aunque visualmente impecable, se siente emocionalmente tibio. Anderson se reafirma como un maestro de la composición y la puesta en escena, pero la obra nos deja con la impresión de haber asistido a una exhibición de virtuosismo técnico más que a una experiencia cinematográfica transformadora. La pregunta que subyace es si, en la búsqueda de la perfección formal, no se ha perdido parte del contacto con la vulnerabilidad humana que originalmente animaba su arte. El cine, en su esencia, sigue siendo un vehículo de emociones, y en La trama fenicia, estas parecen quedar atrapadas tras el hermoso, pero impenetrable, cristal de su propia estética.

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