No hay imagen más elocuente que una de las últimas secuencias de esta Llamad a cualquier puerta: la de una turba entrando a la sala del tribunal para conocer el veredicto, la sentencia final. La imagen, en definitiva, de una sociedad —porque el vocabulario en ocasiones es, también, caprichoso— en busca de un nuevo criminal al que ajusticiar… ¿o quizá de una nueva víctima sobre la que clavar la vista y cargar las tintas?
Si hay un género eminentemente complejo por lo poliédrico de las miradas que se pueden arrojar sobre él y por la lectura que estriban ciertas narrativas y discursivas, ese es sin lugar a dudas el drama judicial. ¿Cómo obtener un fallo cuando el hecho no es solo un hecho y se puede articular en torno a causas derivadas de tantos motivos como provea un contexto o situación personal específicas?
Una cuestión no solo peliaguda que podría llevar a equívocos u obtener respuestas soslayadas, incluso condicionadas por aquello que nos moldea como individuos, pero que sin embargo Nicholas Ray exploraba en una de esas obras repletas de aristas que se desvisten en una paradoja capaz de dotar de la complejidad adecuada al relato.
Tomemos como ejemplo ese personaje central, el interpretado por Humphrey Bogart. Andrew Morton, un abogado con las ideas claras, pronto expone sus conclusiones: Nick Romano, que acudirá en su ayuda para que le defienda sobre una acusación de homicidio, no quiere ser nada más que un criminal. No hay vuelta atrás, y no parece haber otra visión posible que la de ese muchacho como individuo inculpado a ojos de la sociedad. Una idea que el libreto repite y refuerza a medida que Morton vaya explicando al jurado los pormenores del periplo vital de Romano: él mismo, sin probablemente ser consciente de ello, juzga y criminaliza constantemente a un muchacho marcado por sus decisiones, obvio, pero asimismo por un marco muy específico en el que no hay posibilidad de enmienda ante la comunidad. Romano es lo que es y de poco serviría intentar enderezar un rumbo que se antoja torcido en cualquier supuesto.
Con una exposición clara y concisa, espoleada por una narrativa vertiginosa que no ofrece tregua al espectador, pero se muestra al mismo tiempo de lo más precisa, haciendo gala de una sobriedad que configura el logrado tono uniforme de Llamad a cualquier puerta, Ray obtiene una lúcida reflexión. Es, en su combinación entre una suerte de ‹noir› que toma cuerpo paulatinamente y el citado drama judicial, donde la obra se arma con fiereza pero perspicacia al mismo tiempo. El cineasta consigue omitir la pesadez e insistencia que en ocasiones se desliza de la parte procesal del juicio implementando esa capa de cine negro que tan bien complementa el recorrido de Romano.
De hecho, es en la parte judicial donde el guión se muestra quizá menos sólido: disponiendo testimonios que comparecen sin ofrecer demasiada consistencia, como surgidos de modo imprevisto, aunque fortaleciendo por otro lado el viraje que Ray dispondrá, otorgando forma a un alegato tan puramente emocional como certero.
Llamad a cualquier puerta es una obra que tiene clara su disposición y propósito, y lo exterioriza a lo largo de ese ‹flashback› tan bien integrado en la narración; no es que Nicholas Ray busque el golpe o giro desde el que obtener un efecto sorpresa, sino más bien un modo de matizar una disertación que se dispone en cada línea. Y es que los afilados diálogos que administra el libreto aportan un sentido muy específico a cada momento. Ya sea por la cruda ironía que se desliza de los mismos, o por el modo en cómo configuran ese alegato en torno a una sociedad libre de culpa que se alinea y apiña en sus butacas para poder oír, de primera mano, la sentencia final.
Todo ello acompañado por las hechuras de un film de corte clásico que sin embargo encuentra ya cierto contraste en determinados recursos que hacen de ella una cinta más moderna de lo que pudiera parecer. Como en la frontalidad de ese plano, prácticamente desnudo, en el que Morton culmina su discurso, interpelándonos directamente. Con la presencia de un intérprete de la talla de Bogart, que confiere a su personaje los matices necesarios desde los que componer una evolución que él mismo descubre al relatar la historia de Nick Romano. Un joven como tantos otros, o quizá no. Y ahí reside el poder de la obra de Ray: en saber confrontar una conclusión con los suficientes claroscuros como para poder otorgar peso y distinción a sus motivos. Nada como la esencia de un buen ‹noir› para dotar del calado adecuado a esos motivos que definen lo contradictorio y complejo de nuestro rol como algo más que individuos, también miembros de una comunidad que debe asumir sus responsabilidades como tal.

Larga vida a la nueva carne.