El profundo deseo de los dioses (Shôhei Imamura)

El nombre del gran Shôhei Imamura siempre aparece entre los más importantes dentro del cine japonés gracias a su rompedora etapa de la década de los 60, en pleno auge de la nueva ola de su país. También es uno de los autores que más influenciaron al cine asiático contemporáneo en el boom que se produjo a finales del siglo pasado y principios del presente; especialmente a raíz de su dignísima etapa final (La anguila, Doctor Akagi y Agua tibia bajo un puente rojo). Sin embargo, la mayoría de sus películas han tenido una acogida bastante tenue (incluso en su propio país) a pesar de ser uno de los escasos cineastas que han ganado dos veces la Palma de Oro del Festival de Cannes (en 1983 y 1997) por La balada de Narayama y La anguila (sus dos trabajos más conocidos por estos lares). Imamura cuenta con una filmografía abrumadora por la elevada cantidad de joyas que tiene en su haber. Entre sus 18 largometrajes de ficción, además de las dos ganadoras en el reputado festival francés y de la obra protagonista de este humilde homenaje (mi favorita de su director), no tienen desperdicio La mujer insecto, Intento de asesinato, Los pornógrafos, La venganza es mía, Lluvia negra y Doctor Akagi, por citar sólo unas cuantas.

Su combativa crítica a la sociedad japonesa del momento, desplegada en toda su obra desde Cerdos y acorazados (su quinta incursión cinematográfica que estableció un cambio radical en su estilo de dirección) solía ser expuesta a través de las familias, casi siempre exhibidas de un modo disfuncional. Todo ello impregnado con su personal pesimismo humanista (disfrazado en infinidad de ocasiones de cruel ironía) con el comportamiento humano y las jerarquías sociales; una mirada subversiva, retorcida y satírica, atorada de provocación, pero no exenta de belleza en momentos puntuales, y un compromiso hacia los más necesitados que poco tiene que ver con los maniqueos abanderados del cine contemporáneo de corte más social. Sus historias tienen un incuestionable perfil antropológico, pero se agradece que carezcan de moralina redundante, más allá de recalcar que la tierra no es ese planeta idílico que muchos se empeñan en hacernos ver. La evidente simpatía que procesa hacia sus desheredados (bárbaros, zoofílicos, incestuosos, lerdos, vagabundos, violadores, asesinos, prostitutas, adúlteros, pornógrafos, proxenetas y ladrones) no es óbice para que no predomine un tratamiento con un distanciamiento muy próximo al del género documental.

El profundo deseo de los dioses fue su proyecto más ambicioso de la década de los 60, con el presupuesto más elevado hasta la fecha, que derivó en numerosas pérdidas por la inexplicable escasa aceptación popular que tuvo en las salas de cine de su país (y fuera de él) que le hizo replantearse durante un tiempo su carrera en el medio cinematográfico. De hecho, no volvió al cine de ficción durante una década, en la que sólo se dedicó al género documental, como comenta en el interesantísimo homenaje televisivo sobre su figura, dirigido por el portugués Paulo Rocha, en el que saca a relucir su simpático carácter y no duda en reírse constantemente de su persona y de su entorno cinematográfico. En Shôhei Imamura, el librepensador (el citado documental) explica, de un modo tan reflexivo como los mensajes implícitos en sus películas, su ‹modus operandi› como director y la fascinación que sintió por la preciosa isla que sirve de escenario a la película; un detalle que provocó que el tiempo de rodaje final (18 meses) se triplicara respecto al previsto inicialmente (6 meses), con todo el gasto económico que ello supuso.

La premisa de la película (rodada en 1968) deja bien a las claras que nos encontramos ante una obra de Imamura: un individuo aparece en pantalla encadenado en un hoyo que tiene una roca enorme que cayó en su arrozal 20 años atrás como consecuencia de un maremoto. La piedra rojiza debe ser extraída por este peculiar hombre (aunque tarden varias generaciones en tan absurdo empeño) porque su descerebrada familia vive en la creencia que con ello calmarán a los dioses (el encadenado pescó en el pasado con dinamita, algo prohibido en la zona, y también quedó crucificado por su promiscuidad y sospechosa sexualidad) antes de que estos acaben con la protección de la isla de Kurage. El incansable picador encadenado es hijo del patriarca de los Futori, una familia aislada perteneciente a una sociedad que vive igual de apartada de la civilización, anclada en el pasado bajo la creencia de que el universo, la naturaleza y los dioses forman parte de un todo, en una isla tropical del Pacífico en la que sus habitantes buscan desesperadamente la presencia de agua dulce para subsistir. A pesar de ser la familia más antigua de la isla, está marginada por unos habitantes que los tratan como las bestias rudas que son (tienen prohibido salir a pescar hasta que reparen sus vergüenzas con la roca) y les acusan de traer mala suerte a la isla. Su primitiva y mística existencia se verá alterada con la llegada de un ingeniero procedente de Tokio con la intención de excavar un pozo que suministre agua a los campos de azúcar para acabar con la crisis de sequía de la isla.

Como siempre, Imamura nos sitúa en posición de incómodos mirones, como si espiáramos a través de una puerta abierta en un habitáculo (o desde la lejanía) con un lenguaje elíptico que nos estimula una curiosidad turbadora, en el cual predomina la ausencia de explicaciones del cine occidental más convencional, con la intención de realizar preguntas incómodas sobre la sociedad de su país de finales de la década de los 60, centrándose en el primitivismo de las zonas rurales, con el incesto al orden del día; una práctica muy impopular (presente en mayor o menor medida en la mayoría de sus películas). Esta vez asoma fusionándolo de un modo muy desternillante con la religión más ancestral. Cabe recordar que el sexo entre miembros de la misma familia posee mucho arraigo en un país del sol naciente que, como nos lo han explicado una ingente cantidad de cineastas nipones, se hallaba en esa fase en una dura pugna entre la tradición conservadora del pasado y todos los problemas que devienen de la modernidad, el dinero y la comercialización de los sentimientos del capitalismo salvaje que se instaló de un modo aún más agresivo tras perder la guerra contra Estados Unidos. Esa disputa, junto a la del turismo (y, por ende, el capital), que finalmente prevalecen sobre las tradiciones, es uno de los puntos sobre los que se sustenta este incomprendido filme.

Como suele suceder con varios autores asiáticos, el director de Un hombre desaparece disfruta exhibiendo las ancestrales tradiciones religiosas, plagadas de supersticiones absurdas y cachondas que dan un juego muy irreverente a la narración, como el mito del nacimiento de la isla, que se produjo mediante la incestuosa relación entre dos dioses hermanos. También hay espacio para chamanes en trance, lugares sagrados, leyendas sobre islas secretas que suponen una válvula de escape para el encadenado y escenas con extraños rituales llevados a cabo con unas máscaras muy inquietantes. La presencia de la religión en las historias del director nipón siempre recalca el egoísmo de sus practicantes, unos seres caprichosos que acoplan su credo a su libre antojo con el fin de excusar su situación. Tampoco faltan sus habituales escenas subidas de tono, ni se corta un ápice a la hora de exponer las miserias humanas de unos personajes dominados por la culpa y los deseos reprimidos. En esta cinta, sin embargo, no llega a los extremos de brutalidad y escatología presentes en La mujer insecto y La balada de Narayama, dos películas íntimamente conectadas con El profundo deseo de los dioses por la forma de exponer el primitivismo exacerbado como forma de vida. De todos modos, el mordaz autor japonés no se casa con nadie y, una vez más, parece interesado en señalar que hay muchas menos diferencias de las que pensamos entre los métodos presentes en el Japón feudal con los del “civilizado” siglo XX que aquí retrata.

Imamura combina escenas de cotidianeidad de sus personajes con bellas capturas del entorno de la naturaleza, que parecen pertenecer a un documental y que, como en La balada de Narayama, están perfectamente ensambladas con el hilo narrativo y son usadas para realizar divertidas analogías con la conducta del ser humano. Esas imágenes de la flora y la fauna dan la sensación de recriminar en ambas obras que, a pesar de su dominio del lenguaje y su cacareada superioridad moral, resultan casi imperceptibles las diferencias entre la actitud del ser humano (siempre haciendo caso a los más bajos instintos) con la del resto de animales que pueblan la naturaleza. Imamura pone toda la carne en el asador de la extravagancia en el retrato de la peculiar familia Futori. Salvo el hijo del encadenado (que parece el más equilibrado y está ansioso por abandonar la isla rumbo a Tokio), todos dan la sensación de ser unos individuos contradictorios, dotados de una moralidad dual y desconcertante. El abuelo es el más intransigente a la hora de respetar las supersticiones, pero se mueve por casa con un esplendoroso taparrabos y fue el primero de la familia en practicar el incesto. La tontita, hija del encadenado y nieta del anciano, es el alma cómica de la película. Resultan muy divertidas las escenas iniciales con sus constantes picores sexuales que devienen en un insoportable dolor de oído cuando no consigue saciarlos y su sudorosa efusividad sacando la lengua cuando captura a un ratoncito o intentando seducir al ingeniero. Otro de los puntos fuertes es la simpática relación que tiene lugar entre el hombre del hoyo y su hermana, una sacerdotisa del templo sagrado que considera que los dioses la han abandonado. Ambos están locamente enamorados, pero han de reprimir sus irrefrenables impulsos para no causar más ira a los dioses.

Hay mucha obsesión por el detalle dentro del voluntario desorden narrativo que caracteriza al grueso de la filmografía del genial director nipón, que invita a adentrarse varias veces en cada uno de los filmes de un autor con una innata capacidad para contar historias a través de sus extravagantes y marginales personajes, su ambigüedad y su supervivencia en un mundo hostil, especialmente la de sus féminas que aparecen con un carácter muy fuerte, provocado por su constante lucha contra la crueldad de un mundo dominado por el hombre, estaca en mano. Sus personajes, casi siempre, aparecen llevando a cabo acciones muy desagradables, rompiendo tabús y tomando la peor de las decisiones en las relaciones humanas que establecen. Se produce un encantador y chocante contraste entre la dudosa actitud de unos personajes repletos de taras emocionales, que encarnan la parte más troglodita de la conciencia humana, mientras realizan comentarios dotados de una inusitada carga filosófica a pesar de tratarse de unos seres humanos, a priori, tan poco proclives para la reflexión; y el extraño vínculo que se establece con ellos, entre la seducción por el marcianismo de su forma de vida y la repulsión absoluta hacia sus actos más arcaicos. Imamura se recrea en los aspectos más psicológicos, con la intención de mostrar los diferentes puntos de vista y la evolución de cada uno. Aspectos que ayudan a tratar de comprender sus desesperados actos, aunque la mayoría terminen resultando entrañables en su pérdida de papeles paulatina.

Su puesta en escena (sobre todo en su exuberante etapa de la década de los sesenta) se encuentra mucho más próxima a autores del calado de Hiroshi Teshigahara, Nagisa Oshima o Yoshishige Yoshida que al de sus prestigiosos compatriotas cineastas de la generación anterior, que contaban con un enfoque mucho menos sucio y realista. Imamura (un confeso admirador de Akira Kurosawa) se inició como asistente de Yasujiro Ozu, con quien mantendría posteriormente unas serias diferencias ideológicas en su lenguaje cinematográfico, a pesar de su irrefutable admiración, por el tratamiento distante que otorgaba a la actuación el director de El sabor del sake, que se encontraba lejos de otorgar el ímpetu y el fulgor de los personajes de Imamura (estaría bien saber qué opinaba de los espectros inexpresivos de Robert Bresson), por el aburguesamiento de las gentes retratadas, por su moderada manera a la hora de exponer la crítica a la sociedad de su país y por el conservadurismo formal que el innovador director japonés consideraba anclado en el pasado. De esa prestigiosa generación anterior de la que quería distanciarse a toda costa, también resulta inevitable la comparación con Kenji Mizoguchi, otro de los grandes del séptimo arte japonés, con el que comparte la atracción por los personajes marginales, pero a diferencia del director de Cuentos de la luna pálida de agosto, a pesar de que sus protagonistas coincidan en tener cierta ingenuidad, se comportan de un modo mucho más dudoso moralmente. Además, Imamura desvía la atención del melodrama, terreno en el que Mizoguchi se sentía como pez en el agua y, aunque ponga gran interés en señalar sus trágicos problemas para subsistir, rehúye de cualquier atisbo de generar misericordia o empatía hacia sus cerriles personajes.

Aunque estén presentes todos los temas predilectos de sus películas anteriores, en su primera incursión que renunció al blanco y negro hay un evidente cambio de tono y de ambiciones estéticas gracias al colorido proporcionado por la excelsa fotografía de Mazao Tochizawa, que aquí hace gala de un gran uso de los filtros de colores ofreciendo una calidad de imagen que sorprende muy gratamente tratándose de un filme de hace casi 50 años. El objetivo, como en todos los trabajos anteriores de los 60 de Imamura, siempre se encuentra en el lugar idóneo, con unos ángulos muy vanguardistas y sugerentes, haciendo especial hincapié en sus habituales tomas cenitales, aunque esta vez se nutra de una narrativa menos compleja y desafiante que la de esos iconoclastas filmes tan representativos de la nueva ola japonesa. Principalmente, porque sus características reminiscencias surrealistas, con la constante aparición de imágenes oníricas de las que no tomamos plena conciencia de cuando representan la realidad y cuando son meras ensoñaciones, a partir de esta película dejaron de tener tanta trascendencia en su ideario cinematográfico (salvo en La venganza es mía y Doctor Akagi). No obstante, en esta cinta (y en las posteriores) sigue presumiendo de un manejo virtuoso del objetivo, de la profundidad de campo y unos jugueteos con la luminosidad muy atractivos. La fotografía se aprovecha del bello entorno de la isla, con predominio del tono verdoso propiciado por la vegetación, el amarillento del brillo del sol y, muy especialmente, el azulado del agua del mar. Una vez más, vuelve a dejar evidentes muestras de su fascinación por el líquido elemento como medio indispensable en sus historias, ya sea en forma de la omnipresente agua del mar y sudor corporal en la cinta que nos ocupa, de la recurrente pecera casera con la que se quedaba hipnotizada la chica de Intento de asesinato, de la orina expuesta como esperpéntica forma de protesta femenina colectiva en Eijanaika, del hábitat natural de la mascota del redimido protagonista en La anguila o de los fluidos irreverentes que acumulaba la misteriosa mujer de Agua tibia bajo un puente rojo antes de cada acto sexual.

El profundo deseo de los dioses es una tragicomedia coral, algo exigente por sus casi tres horas de duración (la mayoría de las obras más potentes del japonés no bajan de las dos horas y media) y porque está repleta de personajes pintorescos realizando acciones que se escapan a la lógica. A pesar del innegable perfil cómico imperante durante la mayor parte del metraje, la narración se torna muy tenebrosa y triste conforme se aproxima a un epílogo mágico del que se pueden extraer diferentes interpretaciones y deja un pequeño poso para la esperanza con un final abierto. Sin duda, nos encontramos ante la incursión más incisiva y sarcástica de Shôhei Imamura y la que mejor representa su personalidad libertina y provocadora. Un relato perfecto para iniciarse en la filmografía de uno de los autores más personales que ha deparado el cine japonés, asiático y universal a lo largo de su historia.

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