Suburra (Stefano Sollima)

Entrando de lleno en algunas de las creencias que se suele tener de la faceta más oculta y negra de la clase política, Suburra se abre dibujando sobre el espectador un amplio abanico de sectores que recorren las facetas del poder; y para ello retrotrae a la ficción una fecha tan señalada para la historia europea moderna como el Noviembre de 2011, días en los que la Italia fascista vería mermado su protagonismo en el poder de la nación. Como detonante de una retahíla de circunstancias cruentas e inhumanas, tenemos una orgía protagonizada por un reputado político, quien en una cotidiana búsqueda de liberación, comprueba como su diversión se va de las manos hasta el punto de fallecer una de las dos jóvenes prostitutas que le acompañan. Bajo este punto de partida, Stefano Sollima pergeña un amplio espectro plural de personajes, desde el alto poder hasta el delincuente común, sin desmerecer la mención hacia la iniquidad eclesiástica, formando una telaraña de situaciones que a golpe narrativo obtendrá todo tipo de consecuencias para sus personajes; la intención de convertir la región de Ostia en una nueva Las Vegas (casual parecido con un reciente episodio de la corruptela española) convergirá en el telón de fondo de una historia que se esconde bajo la noche de esa Roma que en el día guarda para el turismo su cara más amable y deja en su halo nocturno el factor más mezquino del humano seducido por el dominio.

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A modo de thriller tosco, aunque a la vez estilizado y de meticulosa narrativa, Suburra traslada los principios básicos de lo que hoy conocemos como iconografía clásica de la camorra a un supuesto sistema limpio y transparente como el de los regímenes europeos actuales. Al igual que su padre, el aguerrido cineasta de la cinematografía de géneros Sergio Sollima (capaz de pergeñar dilatados discursos políticos bajo los efluvios del cinemabis), Stefano Sollima parece querer ir más allá y basándose en una concepción del thriller urbano, de aséptica cinematografía, generará todo un dibujo directo y sin concesiones del perverso reverso del poder, de la absoluta pérdida de la humanidad ante el candoroso encanto de la traición y el interés. Pero, si se me permite la comparativa, la forma en la que el pequeño de los Sollima echa en cara el mensaje al espectador no estará muy lejos de las colosales denuncias a golpe de escena de acción que hacían los poliziescos que inundaron las pantallas italianas durante los 70; la manera en la que la emotividad irracional parece apoderarse de los personajes, y el modo en el que el escenario envuelve las acciones, hacen de Suburra una versión modernizada e hiperestilizada de aquellas ásperas y resolutivas cinematografías de consumo popular.

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Sollima acierta a la hora de concebir un thriller seco, directo, navegando entre todos y cada uno de los aspectos del reverso más oscuro de la corrupción, los altos grados de desmedida emotividad entre los brazos del poder; lo hace originando, eso sí, un extraño dibujo visual de lo turbio: Roma, a la sazón siempre escenario de una arquitectura en pro del turismo lumínico y abierto, ve aquí su estructura urbana obstruida por noches lluviosas que envuelven las luces de neón conformando un escenario de triste melancolía para las escenas de acción. Estas, concebidas como estallidos de meticulosa emotividad originado a través de las traiciones y penurias, o de la brutalidad del interés personal, confluirán en una puesta en escena algo confusa para el espectador; la aridez del mensaje de Suburra y el hilo perturbador que se hace de su espectro de personajes será mucho más duro que esa luminiscencia oscura a golpe de música de los franceses M83. Puede achacarse a la película cierto descuido a la hora de profundizar en algunos de los caracteres (justificado en que Sollima prefiere centrarse en sus acciones, conociendo su prototípica estampa), además de una duración quizá algo excesiva achacable perfectamente por los ocasionales efluvios televisivos que parecen envolver a la dirección (no olvidemos los orígenes del realizador), no siendo algo que vaya a empeorar la recepción de su mensaje; además, concibiendo este como uno de los aspectos en los que la película más dejará caer su sello, el ritmo se sostendrá por la importancia que rezuma cada escena y su sazón para el impacto.

Suburra aniquila al espectador por su premeditada vehemencia hacia el pesimismo, en una atmósfera decadente no alejada de los clichés pero acertando en sus posturas; en el fondo, Sollima propone en la pantalla una caída a los cimientos de un grupo de personajes con enormes aspiraciones y tentaciones, capaces de proseguir el camino más feroz a favor de sus propias pretensiones. Un retrato, eficiente y alarmantemente actual, que el director concibe y expone sin ningún atisbo manipulador, algo que se degusta con una espeluznante sensación de realidad.

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