Su ausencia me enfurece (Sandrine Bonnaire)

Habiendo trabajado como actriz de los mejores directores franceses de los últimos años desde que empezó en 1983 (Maurice Pialat, Agnès Varda, Jacques Doillon, André Techiné, Claude Chabrol y Jacques Rivette entre otros) Sandrine Bonnaire decide ponerse al frente de la cámara a partir de 2007 —siguiendo también su carrera como actriz—, cuando rueda un documental biográfico sobre su hermana Sabine, donde nos muestra el día a día de una mujer autista y cómo su vida afecta a las personas de alrededor, un documento donde ya podemos vislumbrar la sensibilidad que posee y el humanismo que desprende. Pero es en 2012 cuando la actriz francesa decide rodar la película que me ocupa: J’enrage de son absence (Su ausencia me enfurece). Tal cantidad de buenos directores como los nombrados, no podían pasar en balde para Sandrine y la directora nos sorprende para bien en el que es su primer largo de ficción, donde maneja la cámara con un pulso y una maestría irreconocibles para alguien que se pone detrás por segunda vez, dotando a la película de personalidad propia y completamente alejada de toda convencionalidad.

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El actor estadounidense William Hurt interpreta a Jacques, un hombre que regresa a Francia después de 8 años en Estados Unidos para resolver los asuntos de la herencia y su antigua casa debido a la muerte de su padre. Una vez allí volverá a reencontrarse con su ex mujer Mado (Alexandra Lamy), que ha retomado su vida casándose con Stéphane (Augustin Legrand), además tienen un hijo llamado Mathieu que será la piedra angular del film. Sandrine Bonnaire provee al film de una atmósfera de amargura que lo rodea todo, principalmente a través de la mirada de Jacques cuando observa a Mathieu (ya sea a la salida del colegio, o en el jardín de la casa donde viven, o cuando juegan juntos). Después de 8 años aún no ha superado la pérdida de su hijo con Mado (de hecho cree que sigue siendo culpable del accidente de tráfico) y volver a Francia será el mayor de los golpes, le vemos deambular durante toda la cinta aferrándose al dolor del pasado, tan solo le tranquiliza la compañía de un inocente niño que acaba hipnotizado por los ojos azules y tristes de Jacques.

Una de las virtudes que tiene este film francés es el guión, máxime cuando no necesita de ni siquiera un solo flashback para contarnos toda la historia anterior, ahí es donde gana enteros porque Jacques y Mado reviven constantemente momentos pasados, sobre todo Jacques que aún está instalado en el ayer, sin poder desprenderse del trágico accidente que le supuso perder todo lo que tenía y huir a Estados Unidos —donde no ha podido retomar su vida y solo se refugia en el trabajo—. Es evidente que a Jacques le gusta vivir dentro de ese dolor, constantemente y de manera masoquista debido a las decisiones que toma, como por ejemplo estar mucho tiempo con Mathieu —que evidentemente le recuerda a su hijo—, o cuando visita el lugar del accidente, pero nunca vemos que sea un último duelo (una manera de despedirse finalmente) si bien siempre vuelve a condenarse, sobre todo con la decisión más importante que toma cuando no coge ese avión de vuelta. También Mado, aunque en menor escala, sigue atormentada, de hecho guarda en el trastero una caja de plástico con juguetes y pertenencias del niño.

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Que sea una película que trate sobre un tema como la pérdida y lo que es peor, el regreso constante a la pérdida, hace que la cinta tenga tendencia a histrionismos y lamentos constantes y, aunque los tiene, también se sabe contener en algunos momentos clave y que le dan si cabe un plus de fuerza y confirman que detrás de las cámaras hay alguien que conoce bien como dosificar una situación tan delicada como por ejemplo la escena entre Mado y Jacques dentro del coche en el primer cuarto de película. Ayudan también los tonos pastel que impregnan los 94 minutos de celuloide, sobre todo en interiores con una luz tenue que dan un poco de sosiego a la emotividad subyacente. Quien haya vivido una situación parecida (Sandrine se inspira en un hombre que conoció cuando era pequeña), podrá entender perfectamente las decisiones de Jacques —que renuncia a su vida presente— y su manera de producirse dolor ya que no puede rehacerse y de ahí que se afinque en ese oscuro y lúgubre trastero de congoja, tan solo iluminado con la llegada del pequeño Mathieu y del que solo se puede salir si una tercera persona te saca a patadas y empujones como si de una casa okupa se tratase.

Habrá que estar atento a los próximos trabajos de Sandrine Bonnaire porque si es capaz de sorprendernos con una dirección y un guión impecables en su segundo trabajo seguro que podrá seguir añadiendo títulos de calidad a la cinematografía francesa, una cantera interminable de cineastas con talento que ve como una de sus mejores actrices de los últimos años es capaz de sacar adelante un complejo film, con elegancia y emoción.

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