Sesión doble: Mr. Vampire (1985) / El rojo en los labios (1971)

Los vampiros, esos seres que mezclan tanto mito como misterio, un exceso de maldad al alimentar sus caprichos con sangre ajena, el más elegante y despiadado de los monstruos… y un perfecto maldito. Aquí llega una nueva sesión doble donde dos estilos de vampiros opuestos luchan por su supervivencia. Comenzamos con Mr. Vampire (1985), primera de una saga donde mezclar sangre y artes marciales en Hong Kong. En la otra propuesta, El rojo en los labios (1971), se mezcla la enigmática ciudad de brujas con la presencia de la condesa Bathory.

 

Mr. Vampire (Ricky Lau)

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Hace poco, a propósito de Centipede Horror, comentaba la buena salud que el cine fantástico vivió en Hong Kong en la década de los ochenta. Pues bien, Mr. Vampire es otra buena prueba de ello: una cinta de artes marciales (género popular por antonomasia en Hong Kong) que fusiona horror y comedia de forma hábil y desprejuiciada, reincidiendo en las constantes de estilo que esta cinematografía había ido perfilando en los años precedentes, a saber: dinamismo implacable, ligereza narrativa, simbiosis genérica y una chispeante inventiva visual que tan pronto nos remite al cine mudo como a un cartoon de la Warner.

En el caso del film de Ricky Lau (que también coprotagoniza), estos rasgos convergen en la confección de un pastiche que, por una parte, enriquece la clásica iconografía vampírica con multitud de elementos propios de la cultura asiática (los embrujos y hechizos, el arroz cumpliendo las funciones del ajo, la contención de la respiración como vía de camuflaje, etc.), y, por otra, aporta toneladas de frescura y carisma a un entramado argumental clásico que alcanza distinción gracias a su hibridación con el cine de kung-fu, la comedia disparatada sobrenatural y el cine de espectros chino (esa subtrama romántica escatológica, digna tanto de Kaneto Shindo como de Una historia china de fantasmas).

Sustentada en un sentido del humor que bascula desigualmente entre la pura efectividad cómica del slapstick (a ratos, de una sofisticación visual pasmosa) y el humor más decididamente idiota (a ratos, demasiado idiota), la película de Lau logra equilibrar fuerzas y hacer que el peso de la comedia no devalúe el encanto cuasi-kitsch de las escenas puramente de terror del film, que incluyen momentos tan sublimes como el primer enfrentamiento de los héroes con los dos vampiros o la lucha del maestro con el fantasma de la mujer, con ese detalle surrealista y genial de la cabeza voladora que bien pudiera haber incluido Nabuhiro Obayashi en su demencial Hausu.

El resultado es un filme acelerado y brillante, cuya ridícula premisa argumental y su innegable pleitesía a la chorrada pueden, quizás, ensombrecer o dificultar la apreciación de las verdaderas virtudes de la película, entre las que cabe mencionar una destreza técnica innegable, bien plasmada a través del montaje, y una creatividad muy por encima del cine fantástico occidental, salvo en singulares producciones que intentaron emular, precisamente, el virtuosismo escénico de este cine loco hongkonés intentando capturar tanto su tono como su espíritu, tal es el caso de Golpe en la Pequeña China o las secuelas de Raimi para su seminal Posesión infernal.

El cóctel del señor Lau tuvo tanto éxito en su país que desencadenó una serie de secuelas protagonizadas por los mismos personajes, en las que se amplió y sofisticó el particular universo creado por el cineasta, ya de por sí sugerente; un universo en el que la superstición y la magia están profundamente arraigadas en la vida cotidiana, y donde damas fantasma y vampiros sui generis campan a sus anchas para horror de sus moradores y gozo (¿culpable?) de un espectador que asiste a la fiesta entre incrédulo y divertido.

No es, evidentemente, una película apta para todos los paladares (el crítico más sesudo puede arquearla ceja ante la sucesión de chascarrillos y la asumida frivolidad del proyecto), pero los aficionados al toque exótico, la velocidad endiablada y la locura narrativa propias del mejor cine de género de Hong Kong, disfrutarán no sólo de una estupenda y original película de vampiros, sino de una de las mejores y más vigorosas comedias de terror de la década de los ochenta.

Escrito por Nacho Villalba

 

El rojo en los labios (Harry Kümel)

el rojo en los labios

En los años setenta  el cine de vampiros se encontraba en uno de sus momentos de mayor esplendor gracias a las películas de la Hammer, así como a las abundantes cintas emanadas del euro-trash. Si bien la figura del vampiro en las tramas más clásicas adoptaba una forma claramente masculina, la libertad sexual experimentada a finales de los sesenta permitió explotar nuevas propuestas brotando así una serie de producciones protagonizadas por vampiras en las que se insertaba un incipiente lesbianismo.

El rojo en los labios es una de esas películas europeas protagonizadas por un vampiro femenino,al igual que una película producida el mismo año y dirigida por Jess Franco: Las vampiras. Separado del estilo underground del director madrileño, Harry Kümel elaboró un producto esteta con reminiscencias al cine de arte y ensayo que copaba los pequeños cines de Europa. Aunque comparte con el fantástico europeo un cierto regusto en concentrar la acción en la sexualidad femenina, El rojo en los labios no es la típica producción de serie B centrada exclusivamente en los aspectos más obscenos sino que del espíritu de la misma se desprende la intención de Kümel de hacer cine de autor.

Ello se demuestra por la presencia de un estilo tedioso en el que el ritmo avanza lentamente, siendo las escenas de terror simples retazos que confirman la regla estilística utilizada por Kümel. Igualmente el director belga se apoya en el escenario en el que se desarrolla la epopeya (la hipnótica ciudad de Brujas) para fotografiar al estilo de la Nouvelle Vague bellas secuencias urbanas en la que los actores recorren las fascinantes calles de la ciudad belga, confrontando de este modo estas mágicas secuencias que rebosan libertad con el opresivo ambiente que emana del otro escenario que domina la trama: el vetusto y gótico hotel que sirve de punto de encuentro entre los protagonistas.

La sinopsis se resume fácilmente: una pareja de recién casados acude a la ciudad de Brujas a pasar su luna de miel. El matrimonio se alojará en un solitario hotel de lujo que únicamente parece albergar a un misterioso huésped:  la condesa Bathory, una sensual mujer poseedora de una mirada penetrante a la que siempre acompaña su fiel criada. En paralelo en la ciudad acontecen una serie de brutales asesinatos de mujeres jóvenes las cuales son encontradas con síntomas de haber sido desangradas.

Conforme la pareja empieza a entablar relación con la condesa, el poder seductor de la gélida aristócrata comenzará a hechizar tanto al hombre (el cual posee unas desaforadas apetencias sexuales) como a la tímida mujer, atrayendo a ambos hacia sus redes y juegos sexuales. La tibieza y la belleza serena de la condesa por la cual no parece haber pasado el tiempo a pesar de su presencia desde tiempos pretéritos en el hotel, hará sospechar a la pareja de que en realidad se encuentran ante el sediento vampiro causante de los crímenes que amenazan la ciudad.

Con este argumento tan convencional Kümel demuestra su virtuosismo diseñando un film sugerente y muy elegante, en el que el terror es simplemente una excusa para dibujar un exquisito lienzo gótico con reminiscencias alucinógenas y en el que el despertar de la sexualidad y el erotismo acaban conquistando el ambiente. Los amantes del cine de terror más explícito puede que se sientan decepcionados si es sangre y vísceras lo que esperan encontrar en esta cinta, ya que son la insinuación y la poesía los arquetipos que otorgan personalidad al film.

Especialmente reseñable es la magnética interpretación de Delphine Seyrig, que no solo seduce a la bella pareja protagonista sino que con su mirada felina y masculina embelesa a todo bicho viviente. Una película recomendable para aquellos espectadores interesados en descubrir un cine sugerente alejado de la escabrosidad y chabacanismo que solía impregnar el euro-trash.

Escrito por Rubén Redondo

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