Sesión doble: María Candelaria (1944) / Divá Bára (1949)

En el drama rural rodado en los años 40 nos vamos a mover en esta conmovedora e intensa sesión doble donde viajamos a distantes puntos del mapamundi para conocer dos melodramas únicos en su haber. Empezamos con la mexicana María Candelaria, ganadora en Cannes 1944 que dirigió Emilio Fernández. Tras ella la checoslovaca Divá Bára, que en 1949 nos dio a conocer Vladimír Cech. Dos películas en las que perderse en nuestra sesión doble de hoy.

 

María Candelaria (Emilio Fernández)

El cine mexicano debe a Emilio Fernández gran parte de su épica y mitología. Las imágenes creadas por «El Indio», en colaboración con ese artista de la fotografía llamado Gabriel Figueroa, permanecen hoy en día como iconos capaces de reflejar el arte, la raza y la filosofía de un país de belleza ancestral. Con María Candelaria Emilio logró su primer éxito internacional (aún se mantiene como la única película puramente mexicana galardonada con la Palma de Oro en Cannes, en un año en la que varias cintas se alzaron con este preciado premio) además de cimentar la arquitectura que daría forma a buena parte de su cine posterior. Por tanto, en esta joya del cine azteca asistimos en primera línea a una masterclass acerca de la concepción cinematográfica propia de este genio del séptimo arte iberoamericano.

Son muchas las bondades que posee esta obra de maestra. En primer lugar su capacidad de aunar ese gusto documental que reflejaba el estilo de vida del México profundo, aquel alejado de las urbes y edificios de hormigón, con ese melodrama arrebatador que triunfó en la época del cine de oro. Y es que María Candelaria se destapa como un poderoso melodrama bautizado en los vértices de la tragedia indigenista y por ello con todos esos ingredientes imprescindibles del género como son la envidia, la traición, la violencia, el amor imposible, la venganza y el fatalismo que castiga a los más inocentes, pero condimentado a su vez con una fotografía que exalta los sentidos, impecable a nivel visual e inigualable en su hipnótica atmósfera convirtiendo Xochimilco en un paraje emblemático del cine mexicano, comparable con ese Innisfree fordiano.

En segundo lugar, en línea con lo comentado anteriormente, aparece una fotografía magistral a cargo del maestro Figueroa, de estilo muy soviético reflejando de forma sublime el cielo, río y tierra de un México salvaje consciente de sus orígenes. Puesto que María Candelaria es un goce visual, un museo en movimiento colmado de cuadros impresionistas y a la vez realistas que se estampan en nuestra mente para permanecer allí y deleitarnos con su recuerdo. Figueroa se apoyó en una composición en la que la cámara se sitúa habitualmente en una posición baja con el propósito de captar los cielos adornados de nubes y esos paseos en canoa protagonizados por Dolores del Río y Pedro Armendáriz que forman parte de la historia del cine mexicano, moldeando un entorno arriesgado que convierte a los actores en estatuas que enamoran con su poderosa presencia.

Finalmente Emilio y Figueroa pintaron el envoltorio de su obra con una tonalidad marcadamente religiosa. Son múltiples las referencias pictóricas del arte sacro escondidas en los fotogramas de María Candelaria. Igualmente hallamos la obsesión de Emilio por ligar esa Revolución fallida de la que fue partícipe y protagonista en su juventud con la redención cristiana, conectando a María Candelaria con una especie de virgen martirizada por sus semejantes. Como en Enamorada o Río Escondido, Emilio solapa a sus protagonistas femeninas con la Revolución, en el sentido de describir el calvario y tormento sufrido por sus mujeres con el retrato de una rebelión ultrajada, cuyo significado fue violado por quienes se alzaron para crearla.

En este sentido, Emilio forjó un cuadro dantesco y amargo que mostraba a una sociedad mexicana supersticiosa, envidiosa, manipulable y violenta, un estrato fácilmente manejable por caciques cuenta chismes que consiguen lo que quieren exaltando los instintos primarios de aquellos que han dejado la reflexión y los objetivos comunes a un lado. Un espacio inhóspito para quienes han sido marcados con el estigma de la vergüenza, que tan solo ansían vivir en paz y tranquilidad lejos de rumores y falsas creencias. Es increíble como el más hermoso de los cuadros cinematográficos, narrado en un bellísimo flashback de connotaciones redentoras, albergaba en su vientre una historia tan cruel y demoledora como la que padeció ese ángel víctima de los pecados ajenos llamado María Candelaria.

Escrito por Rubén Redondo

 

Divá Bára (Vladimír Cech)

La hermosa película de Vladimír Cech nos habla de un alma libre en un pueblo apegado a la tradición y la superstición. Más cómoda entre los árboles y riachuelos que entre los aldeanos, a excepción de escasos individuos que acogen sus rarezas con cariño y no con recelo acusador, la historia de Divá Bára (en eslovaco, «La salvaje Bára») no tarda en poner énfasis en una tensión de fondo que supondrá la piedra angular de toda la cinta, tanto en su observación pacífica como en su inevitable escalada dramática.

Tras un espectacular inicio en el que la fuerza imponente de la naturaleza se contrapone a las dificultades de un parto del que la madre no sobrevivirá y del que nacerá nuestra protagonista, ya marcada desde el principio, la película da paso a un salto temporal a partir del cual arranca la narración. Sin mayor necesidad de desarrollar ese trasfondo, Bára se nos presenta ya como alguien que está acostumbrada a ser mirada con desprecio por sus vecinos y a ser considerada la oveja negra de la aldea. Llama la atención la decisión de establecer este ambiente enrarecido ya desde el principio, como base, en vez de desarrollar su origen a fondo. Se siente como si la historia empezase a mitad, y el resultado de esta maniobra es un trasfondo que se señala pero no se explicita, y que se deja en buena parte a interpretación del espectador, de la lógica de los acontecimientos y de los retazos de información descontextualizados que se mencionan de vez en cuando.

Tal vez por eso, el tono no es una mera victimización constante por las circunstancias de la protagonista. Ésta ha aprendido a soportar y desviar a su manera el desprecio que siente a su alrededor, y con ello la cinta logra respirar. Sorprendentemente, Divá Bára es una obra que, para su escasa duración y obvio cauce hacia un conflicto, no escatima en instantes contemplativos y está llena de momentos felices, calmados, de puro disfrute y comunión con la naturaleza; que contrastan, sí, con la antipatía de los aldeanos hacia Bára que se vuelve asfixiante en más de una ocasión. Pero esta forma de situar el contexto permite que ambas coexistan sin necesidad de que el cambio de atmósfera entre escenas resulte abrupto o forzado, logrando que empaticemos con la protagonista tanto en sus buenos como en sus malos momentos, y sin negar esa felicidad cuando el drama toma ventaja.

Sin lugar a dudas, el elemento que más contribuye a elevar el alcance emocional de esta película es su lenguaje visual. Y como en su misma historia, éste está lleno de contrastes, adaptándose a la perfección a cada estado de ánimo concreto. Destaca especialmente en su faceta más pastoral, retratando los paisajes y el clima con preciosismo y una iluminación espectacular que hace trascender su belleza, pero si hay algo ahí que me llama todavía más la atención es la exacerbación del ambiente: los rayos de sol inundan el encuadre, la bruma dificulta la visión. Más que una estampa pastoral convencional es una en la que la naturaleza se muestra misteriosa y etérea, como alejada de la comprensión humana, y como una extensión de lo que representa la propia Bára. Por otro lado, las escenas en la aldea carecen de ese toque ligeramente sobrenatural e intangible. Son, por contra, bruscas y agresivas, abundan los movimientos rápidos, los primeros planos de personajes que parecen querer liberarse del encuadre, la, en resumen, violencia psicológica que contrasta con la tranquilidad escapista del entorno natural.

En Divá Bára hay también una historia romántica, que a mi gusto es probablemente el elemento menos convincente de la obra, sin un espacio tan razonable para desarrollarse como el resto y con un peso en la resolución narrativa del que me siento desconectado emocionalmente. Es, sin embargo, el catalizador de algunos de los momentos más hermosos y tiernos de la película, en particular uno que tal vez sea de las secuencias más bellas de comunicación no verbal entre dos personajes que he visto nunca. Sobra decir que también aquí el acompañamiento visual es espectacular.

Dejando de lado el peso de este elemento de la historia con el que sencillamente tengo una menor conexión, no hay mucho que pueda alegar en contra de esta cinta. Las interpretaciones son estupendas y la dirección ayuda a realzar las emociones que recrean; la música no me seduce como el resto de sus elementos, pero no llega a invadir la estética de la película de forma que estropee la inmersión y en general es un acompañamiento adecuado. Sin duda, el dominio del contraste tonal en la narrativa y la potencia visual son sus dos grandes e indiscutibles logros, y ambos conforman la fuerza cautivadora y evocadora de esta joya oculta del cine checoslovaco previo a la Nueva Ola.

Escrito por Javier Abarca

 

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