Sesión doble: La casa de las ventanas que ríen (1976) / Una lagartija con piel de mujer (1971)

En la semana que comienza el Festival de Sitges la sesión doble viene de mano de uno de los subgéneros de terror más alabados y olvidados (todo a un tiempo) que existe, hijo predilecto de los realizadores italianos, el ‹giallo›. Nos vestimos de fiesta para recibir dos de sus obras imprescindibles, La casa de las ventanas que ríen (Pupi Avati, 1976) y Una lagartija con piel de mujer (Lucio Fulci, 1971)

 

La casa de las ventanas que ríen (Pupi Avati)

Incluso dentro de un género tan inclinado a la perversión y el delirio como el ‹giallo›, La casa de las ventanas que ríen supone un título anómalo y particularmente inquietante. El italiano Pupi Avati, que más tarde desarrollaría una sólida, amplia y heterogénea carrera cinematográfica en su país, esbozó, con la complicidad de Gianni Cavina (también en el reparto), Maurizio Costanzo y su hermano Antonio Avati, una intriga de tintes paranormales y fantásticos que preludia en cierto modo las cintas más climáticas y desasosegantes de David Lynch (¡hasta sale un puto enano!) en una clave rural enfermiza que bien pudiera ser la de Deliverance y otras similares piezas de mal rollo cinematográfico: espacios inhóspitos o recónditos poblados por gente decididamente extraña, donde se respira una enrarecida atmósfera de amenaza desde el primer al último minuto, capturada por una cámara calmada pero tensa, en un falso naturalismo que esconde toneladas de electricidad.

Mientras otros ‹giallo› vuelcan todas sus energías en jugar al ‹whodunit› descuidando los aspectos más netamente estéticos del relato, o bien suplen con erotismo y violencia cazurra la escasa habilidad para trenzar una historia coherente o al menos interesante, la obra de Avati logra atrapar al espectador en su maraña de locura y secretos peligrosos sin vender por ello su alma al diablo del efectismo más ramplón (o, lo que es lo mismo, sin doblegarse al carácter ‹exploit› que poseyó a un grueso importante de la producción italiana de terror de la época). Más bien al contrario, Avati logra facturar una cinta tan cinematográficamente sólida (ni estética ni narrativamente se permite un solo paso en falso) como densa en su discurso sobre la paranoia del arte, la belleza, el sexo y la muerte. Nuestro protagonista (como el de Un angelo per satana, de Camillo Mastrocinque) vivirá en sus carnes un progresivo deterioro mental conforme se vaya adentrando en los misterios de ese fresco grotesco que debe restaurar y que sintetiza, en su ilustración de locura, placer y dolor, lo más recóndito y fascinantemente oscuro del alma humana.

Rara, sórdida, inusualmente clásica en las formas (donde otros compatriotas suyos habrían apostado por la hipérbole o por un esteticismo ebrio de zooms y demás recursos estéticos obsoletos), y adornada aquí y allá por perturbadores elementos de horror y erotismo insano, La casa de las ventanas que ríen sigue siendo un ‹giallo› poderoso y atípico que convierte un argumento común al cine de terror (un extraño llega a un pueblo en el cual todos sus habitantes parece ocultar algo) en una experiencia cinematográfica diferente y gratificante, alejándose de muchos de los tópicos habituales del género en favor de algo más personal y distintivo, mientras deja en la retina algunas de las imágenes más poderosas e imperecederas que ha visto el cine de terror moderno en mucho tiempo, especialmente en un clímax final completamente mórbido y majestuoso. En definitiva, un título de culto que conviene recuperar.

Escrito por Nacho Villalba

 

Una lagartija con piel de mujer (Lucio Fulci)

1971 fue uno de los años clave para el ‹giallo›. Representó la explosión del subgénero gracias al exitoso estreno el año anterior del film clave El pájaro de las plumas de cristal (L’Uccello dalle piume di cristallo, Dario Argento, 1970). Entre otros tantísimos estrenos amarillos, Lucio Fulci destacó con esta película de título tan evocador. A Lucio Fulci se le recuerda a día de hoy por sus escarceos con el ‹gore›, del que es considerado padrino. A raíz de esto se le reivindica por algunos films de valor discutible y películas con verdadero interés, como esta, parecen quedar en un segundo plano.

Está protagonizada por Florinda Bolkan, brasileña que parece tallada en mármol oscuro. Interpreta a una mujer acomodada, elegante y reprimida a la que acosan unos sueños asfixiantes de bella fantasía lésbica con la vecina de al lado, una prostituta venida a más, papel interpretado por Anita Strindberg, que aparecería más tarde en otros ‹giallo› y que también parece hecha a cincel. En estas fantasías, Fulci despliega todo su talento y hace uso de un recurso que también empleó Martino en algunas de sus películas: los escenarios negros ocupados por objetos dispersos. De hecho, el film recuerda bastante a las obras del citado director, por los ambientes de ‹seventies luxury›, pero el talante histérico de Fulci con la cámara y su mayor propensión a la brutalidad definen la barrera entre ambos.

Fulci también es famoso por esos bruscos zoom a los ojos (me gusta llamarlos ‹zooms a la Fulci›) pero en esta cinta se encuentra bastante contenido y tiene algunas ideas con el montaje que a día de hoy aún tienen efecto. Se encuentra en esta película también uno de los (probablemente) planos en interiores más abierto de la historia del cine, en una memorable secuencia de persecución dentro de una iglesia.

Una lagartija con piel de mujer tiene todas las virtudes del ‹giallo›: mujeres de belleza espectacular y unas atmósferas cargadísimas de sexo, sordidez y muerte, por citar algunas de las principales. También tiene, por desgracia, todos los pecados del subgénero: la trama tramposa, enrevesada y liosa (aunque en este caso resulta especialmente simpática, quizá es algo personal), el psicologismo barato, el tratar de convertir arquetipos en personajes a través de una característica singular…

Pero, en conjunto, este ‹giallo› no tan recordado como otros merece estar en cualquier top. Y para los que están aquí sólo por las vísceras tiene entre sus entrañas (nunca mejor dicho) una escena que llevó al encargado de efectos especiales a juicio por su realismo… en su día, claro. Fulci despliega su imaginario a la vez que respeta las reglas del ‹giallo› e impregna todo con cierto toque pop británico (!). Morricone brinda una banda sonora de jazz que acompaña con corrección. Florinda… inmortal.

Escrito por Pablo Von Pelluch

 

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