Sesión doble: Gallos de pelea (1974) / Libertad condicional (1978)

Harry Dean Stanton fue algo más que un eterno secundario. Sin ir más lejos, su última película Lucky ha contado con su saber hacer como protagonista, y tras una inmensa carrera hemos decidido dedicarle un adiós no con una película, con una sesión doble completa para dos de sus grandes (y olvidadas) películas. Comenzamos con Gallos de pelea, dirigida por Monte Hellman en 1974. Unos años después, 1978 para ser exactos, fue el año de Libertad condicional que nos descubrió Ulu Grosbard. Ahora toca disfrutar del gran actor, del que nunca se podrá borrar su huella.

 

Gallos de pelea (Monte Hellman)

Gallos de pelea es una controvertida película de Monte Hellman que adapta la novela homónima de Charles Willeford nos cuenta la historia de un hombre errante que se gana la vida criando gallos y apostando en peleas. Frank, el protagonista, es un tipo sobrio y taciturno, que no parece tener nada más en mente que este estilo de vida. Mudo por voluntad propia y con tendencia a descuidar sus relaciones, el suyo es un viaje en solitario encaminado hacia su única obsesión.

Hay algo en el retrato psicológico de Frank, y por extensión en la cinta al completo, que resulta inherentemente desasosegante. Las motivaciones vacías, la falta de ataduras con todo lo que le rodea y la sensación de que avanza por inercia están presentes durante todo su recorrido. No sabría si calificarla como una película nihilista, pero lo que sí veo, y además en sintonía con Carretera asfaltada en dos direcciones, la anterior del director, es una oda constante al vacío existencial. No hay un propósito en nada, sólo seguir tirando con una visión de la vida en la que sólo el corto plazo adquiere relevancia.

Gallos de pelea es de hecho un filme en el que todo resulta sobrio y desapasionado, tanto en su estética como en una historia que nos muestra las peleas con una frialdad que hiela la sangre y que nos introduce en un entorno rural tosco, poco amigable y lleno de violencia. No es demasiado gráfico, con todo, pero esto tal vez obedece, de nuevo, a la falta de implicación emocional que pretende reflejar y transmitir. Sea como sea, su guión es bien simple y funcional, no por ello menos eficaz. La sensación que logra evocar Hellman a lo largo de esta cinta es prueba de ello.

La película es por otro lado conocida por su violencia explícita frente a los animales. Cualquiera que esté mínimamente concienciado con el tema del maltrato animal en el cine va a encontrar en ella mucho que criticar y despreciar. A su autor, desde luego, no parece importarle en absoluto, y la observación detallada que realiza, casi documental, de las peleas de gallos puede resultar muy perturbadora y es desde luego inaceptable a día de hoy. La propia cinta hace referencia en un punto al surgimiento de organizaciones por los derechos de los animales. La justificación artística que se pueda realizar de esta decisión es, desde luego, amplia. Al fin y al cabo esta historia es un retrato crepuscular de una práctica condenada a desaparecer, un producto de otro tiempo que cada vez tiene menos cabida en la sociedad que se nos presenta. Pero en modo alguno la exime de responsabilidad al respecto y considero necesario advertir de esto al espectador que decida verla.

Dejando aparte esta consideración ética, lo cierto es que como experiencia estrictamente ficcional funciona. Me gusta menos que la anterior de Hellman, tal vez por el tema que trata, el cual me resulta bastante más difícil de entender y asumir, pero comparte varios de sus méritos y sin duda merece la pena verla. Por otra parte su estilo tan austero y la búsqueda constante de esa sobriedad emocional suponen un obvio doble filo y por momentos me cuesta mantener el interés en lo que estoy viendo. Pero su mensaje cala, y en último término logra llevarlo a buen puerto. Gallos de pelea no será una obra maestra, pero sí es un referente del cine independiente americano que incide a su modo en los cambios a los que se enfrentaba su sociedad en la época, y que refleja esta transición de manera muy sugerente en forma de vacío existencial de personajes sin grandes propósitos ni motivaciones, que ven con pasividad cómo su mundo se reduce cada vez más.

Escrito por Javier Abarca

 

Libertad condicional (Ulu Grosbard)

La memoria es una caja de resonancia para muchos recuerdos, un instrumento que funciona en ocasiones como un amplificador de los mitos que no se revisan hasta que hayan pasado varios años, quizás demasiados. Esto sucede al acercarse otra vez a obras que nos cautivaron de jóvenes, sin pensar que fueran perfectas o grandiosas, simplemente con la sensación de observar la vida, a seres humanos en la pantalla y la certeza de no sentirnos estafados en la butaca. Esto sucede con la revisión de un film de culto como Libertad condicional, el tercero de los siete realizados por Ulu Grosbard, un prestigioso director de escena que apenas entregaba un par de películas cada década, autor de una filmografía que abarca treinta años con dramas de personajes. La fuerza de su cine dependía de la implicación de sus actores, siempre sensacionales, en roles de personas corrientes que los hacían tan creíbles como eternos o atemporales. Repartos de grandes como Robert Duvall, Meryl Streep, Robert De Niro, Michelle Pfeiffer y Jennifer Jason Leigh. Intérpretes de carácter, modernos y clásicos: John C. Reilly, Mare Winnigham, Harvey Heytel, Charles Durning, Burgess Meredith, Barbara Harris o Dianne Weist.

Incluso Harry Dean Stanton formó parte de los castings geniales que componían estos grupos de personas. Jerry Schue, el nombre de su personaje, un delincuente retirado en su cómoda vida medio burguesa, aparece cuando ya ha transcurrido una hora de metraje. Lejos de resultar forzosa su entrada en escena, mientras se produce el encuentro con Max Dembo en su casa, durante un almuerzo en la piscina. El ex-presidiario que interpreta Dustin Hoffman le toma la palabra cuando Jerry le suplica que lo saque de allí, que necesita volver a la acción. En poco más de cinco secuencias, Dean Stanton canta, toca la guitarra, cubre con rudeza y profesionalidad los atracos de Max y demuestra su intuición para las malas elecciones como Willy, el conductor yonqui que clava Gary Busey, otro enorme secundario. Porque la evidencia es que la película es un vehículo para su estrella, Dustin Hoffman, una fiera de la pantalla capaz de usar su gestualidad, registros dramáticos e introspección con la generosidad de ceder su momento a cada compañero y actriz que se junta con él en el plano. Con esa capacidad por parte de M. Emmet Walsh para conseguir enervar al protagonista con sus interrogatorios y desconfianza. La seducción que produce una joven Theresa Russell. La hostilidad de Kathy Bates, esposa del mencionado Willy, tan flipado como amistoso y necesitado de ayuda. Pero con ese magnetismo, presencia y credibilidad que otorgan los quince minutos de gloria en los que se sitúa Dean Stanton en el plano para certificar que ni él ni la película son obras menores, sino algo similar a piezas de cámara ejecutadas por músicos virtuosos.

Sin embargo Libertad condicional no se trata de una película teatral, un título que podría ser el tiempo justo, si se hubiera traducido de forma literal el Straight time original. O incluso un tiempo lineal que es la manera cronológica en la que se suceden las secuencias de la cinta, desde la puesta en libertad desde la cárcel hasta llegar a la vuelta a las andadas con las incursiones en bancos y joyerías. Gracias al arte de sus intérpretes la historia se cuenta por sus acciones, encuentros, miradas y evoluciones personales, apoyados por diálogos veraces, enmarcados en el habla cotidiana y característica de cada rol. Un libreto con descripciones naturalistas, que parece escrito sin esfuerzo por Alvin Sargent, Jeffrey Boam y colaboradores no acreditados como Michael Mann, aunque la progresión de la trama, la puntualización de cada momento, entre ese costumbrismo y una intriga nada forzada demuestran que los detalles y la calma narrativos están muy bien escritos, siendo más convincentes que el ruido y la furia. Una apariencia visual a la que ayuda la visión y planificación de Owen Roizman, director de fotografía que depuró el estilo del reportaje y documental para dotar de verismo a la ficción. El conjunto demuestra que incluso un director ocasional como Grosbard merece un trato para rescatarlo del olvido, un interés que sí se le proporciona a compañeros de generación sobrevalorados que, por pudor, no citaré. Una razón por la que el cine reconoce que además de imágenes, existen momentos, ecos y personajes.

Escrito por Pablo Vázquez Pérez

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