Sesión doble: El poder invisible (1936) / El pantano de los cuervos (1974)

Una de las figuras más emblemáticas del cine de género, el «mad doctor», llega a nuestra sesión doble quincenal con dos títulos a reivindicar; por un lado, El poder invisible de Lambert Hillyer, que contó nada más y nada menos que con dos leyendas como Boris Karloff y Bela Lugosi, mientras por el otro nos encontramos con cine patrio por descubrir con Manuel Caño y su El pantano de los cuervos.

 

El poder invisible (Lambert Hillyer)

El poder invisible

En El poder invisible (EE UU, 1936), la Universal volvió a reunir una vez más a Boris Karloff y Bela Lugosi, máximas estrellas del cine de terror del momento, en una película que, curiosamente, no sólo aborda el género de terror, sino que también posee elementos que entroncan directamente con la ciencia-ficción e incluso con los films de aventuras selváticas. Este extraño y curioso cóctel se traduce en una película muy entretenida cuyo interés y capacidad de suspense se va acrecentando conforme la trama va avanzando y acercándose al terror.

En los films protagonizados por el dúo Karloff & Lugosi ambos alternaban el protagonismo; en algunas películas, el malvado era Lugosi y en otras, lo era Karloff. Sin embargo, en el caso de El poder invisible, aunque el papel del «mad doctor» Janos Rukh corre a cargo del genial Boris, lo cierto es que Lugosi, y en general todos los participantes de la trama, traicionan al científico, robándole y atribuyéndose un descubrimiento que no le pertenece (en el caso de Lugosi) o enamorándose de otro hombre (en el caso de su esposa, papel interpretado por la actriz Frances Drake). De hecho, al comienzo Janos Ruhk se nos presenta como un visionario lleno de buenas intenciones y que desea utilizar su descubrimiento por el bien de la humanidad. Sin embargo, al sentirse traicionado por todos, será cuando decidirá emprender contra todos ellos una cruenta y terrible venganza.

Decía al comienzo de la reseña que el film es resultado de una mezcolanza de géneros. Así, al principio el doctor Janos Rukh invita a un grupo de personas para mostrarles un sensacional descubrimiento: posee un aparatoso y espectacular artefacto que permite viajar en el tiempo, aunque no de la forma a la que nos tiene acostumbrado la literatura o el cine (nada que ver con La máquina del tiempo de H. G. Wells ni con la trilogía Regreso al Futuro). A través de una bóveda abierta al espacio pueden visualizar por ejemplo un acontecimiento sideral acontecido hace millones de años: un elemento relacionado con la ciencia-ficción sumamente original.

Todos los invitados a la sesión, planean realizar una expedición al continente africano, por lo que Janos Rukh y su esposa se apuntarán al viaje, ya que el doctor necesita encontrar un elemento radiactivo esencial para concluir su experimento. En este bloque, brevemente nos acercamos a las películas ambientadas en la selva.

Una vez encontrado el mineral, el doctor se contaminará y se convertirá en un hombre que desprende radioactividad por todo su cuerpo, aunque el brillo sólo se puede apreciar cuando se apaga la luz; pero hay un problema: sí toca a alguien, la persona morirá por efecto del rayo invisible. Creyéndole muerto, Lugosi y el resto de expedicionarios regresan al continente, robándole la idea del descubrimiento y entonces Karloff emprenderá la venganza contra todos los que le traicionaron, incluida su esposa.

Película ágil, apasionante, pequeña pero grande a la vez, de realización sobria, casi minimalista pero muy eficaz en el tratamiento del suspense, que nos ofrece además un argumento evidentemente muy original y en algunos momentos apasionante. De alguna manera podría resultar un precedente de los comics de Marvel, ya que los poderes de muchos superhéroes de la casa surgen precisamente al ser expuestos a la radioactividad. De hecho, el personaje de Janos Rukh podría tener algunos puntos de contacto con Magneto, el célebre líder mutante, enemigo de los X-Men.

Escrita por Joseph B. Macgregor

 

El pantano de los cuervos (Manuel Caño)

El pantano de los cuervos

Hay películas que, a través del talento para la imagen de su director, son capaces de sobreponerse a guiones decididamente mediocres. Pero, por supuesto, existe también el caso contrario: buenas y jugosas historias desperdiciadas por un director incapaz de extraer todo el potencial del guión que se trae entre manos. Es el caso de El pantano de los cuervos, variación inteligente y particularmente malsana sobre el mito de Frankenstein (toda la cinta gira en torno a la obsesión de su protagonista por vencer la batalla a la muerte) lastrada por una puesta en escena mayormente torpe y sin garra. Tampoco quiere decirse que el guión de Santiago Moncada (un fiel adepto al cine de género: suyos son los libretos de Un hacha para la luna de miel, La campana del infierno o La corrupción de Chris Miller, entre muchas otras) sea portentoso o el colmo de la originalidad, pero sí posee ideas estimulantes que no terminan de brillar por la incapacidad de Manuel Caño de insuflarles toda la carga poética y perturbadora que sin duda ostentan sobre el papel. Un claro ejemplo de ello lo tendríamos en aquella imagen, lírica y tenebrosa a un tiempo, de los cuerpos putrefactos asomándose lentamente a la superficie del pantano, una estampa llena de poderío que tristemente pierde parte de su fuerza al filmarse de un modo más bien peregrino.

Caño, autor de trayectoria discreta, acusa, en definitiva, una querencia fastidiosa por los peores vicios estéticos de su tiempo. Sólo así se explica su obsesión por el uso del zoom (de alejamiento y de acercamiento: no hay escena de transición que no tire de este recurso estético), como si lo acabara de descubrir y estuviera loco por enseñárselo a todo el mundo. Esta manía, sumada a la excesiva aparición de primeros planos y a un uso de la música ligera un tanto desafortunado (pese a que la canción pop de ‘la mujer robot’ tenga su punto bizarre y tronado), echan por tierra gran parte de las posibilidades de una película que, aún así, merece cierta reivindicación. Sobre todo porque sabe recuperar un motivo clásico del cine fantástico y de terror (el mad doctor atrapado en una espiral homicida mientras juega a ser Dios) y darle una pátina de atractiva sordidez, bien situando la historia en un espacio nuevo y sugerente (ese centro de operaciones lindante al pantano, en una cabaña de madera dentro de la superpoblada ciudad de Quito), bien aportando desvíos muy negros hacia las temáticas del amor fou, la crítica social despiadada (nuestro hombre, europeo y refinado doctor, se instala en Sudamérica para realizar sus experimentos con libertad, valiéndose de mendigos y prostitutas a los que nadie —presuntamente— echará en falta) y hasta la necrofilia, en una escena turbia filmada como si no lo fuera.

El protagonista (interpretado por un esforzado e inquietante Ramiro Oliveros) resulta, de este modo, un ser tan despreciable como fascinante, un individuo amoral que seduce y manipula a su antojo, apoyado por un esbirro zombificado que, en una de las mejores escenas de la película, ejemplificará hasta qué punto los experimentos sobre la resurrección de los muertos y la esclavitud de la voluntad llevados a cabo por su amo resultan efectivos (¡y perturbadores!). A la película no le hace falta recurrir a la violencia explícita (apenas hay un crimen, y se solventa a partir de una elipsis bastante radical), pero sí inserta inesperados momentos de genuino mal rollo (la filmación, por ejemplo, de una autopsia real, si mis ojos no me han fallado) que dotan de extraña personalidad a la obra. Añadamos, también, las gotas de humor que ofrece el personaje del comisario (estupendo Fernando Sancho) y lo acertado de su último tramo, y tendremos un modesto y malévolo divertimento terrorífico muy poco valorado en líneas generales, pero con los suficientes elementos de interés como para hacer disfrutar a cualquier aficionado al género (a pesar de la ineptitud palpable de Manuel Caño, evidentemente).

Escrita por Nacho Villalba

 

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