Sarah Plays a Werewolf (Katharina Wyss)

La transición de un espacio abierto y natural a uno artificial y tenebroso en los primeros compases de Sarah Plays a Werewolf no parece ni mucho menos casual y establece, además, un doble significado que atañe tanto a su protagonista, en esa interiorización que parece llevar a cabo acerca de su realidad y volcar en un entorno ficticio como lo es el escenario del teatro donde se reúne para intentar dar forma a una obra, como al contraste entre la creación de un texto desde la experiencia propia y la apropiación de referentes ajenos para la interpretación de la propia obra. Un tema, este último, a partir del cual Katharina Wyss entabla un diálogo que se antoja primordial en la primera escena, donde Sarah, la protagonista, defiende el uso de textos ya compuestos en lugar de la concepción de los mismos mediante las vivencias personales; hecho este, que se contrapone con la imposibilidad en ocasiones de escindir aquello que nos ha moldeado como personas de las obras —sea cual sea su índole— que hemos ido asimilando a lo largo de nuestro aprendizaje; un asunto, si bien no expuesto por Sarah, sugerido por Wyss y representado en la intervención de otros compañeros del personaje central, que encuentran en la sujeción de un texto definido y cerrado un mejor contexto en el cual poder representar sus respectivos personajes.

El discurso que impulsa la cineasta suiza sirve como extensión del terreno psicológico en que se nos introduce gradualmente, y que Wyss moldea de forma oblicua. La relación de Sarah con un hermano ausente —que ella, en esa traslación de la realidad a su propia manera de concebir el relato, dice haber perdido debido a su suicidio— y la concomitancia dispuesta en el nexo que posee con su padre —que, al igual que Sarah, no tolera la invasión de su espacio de trabajo—, otorgan si cabe un mayor reflejo a ese modo de deformar la experiencia personal, ya sea como medio para afrontar un conflicto interno evidente, o sencillamente como huida en una realidad que cada vez está más distorsionada. Sarah Plays a Werewolf expone esa coyuntura lejos de los debates establecidos en el propio centro del relato, y la manifiesta también en un aspecto que emplea el formato como encapsulador de una crónica por momentos viciada y tensora de la situación vivida por la protagonista, y en un uso del sonido —en especial, mediante piezas que irrumpen inesperadamente— que es capaz de mutar el carácter de momentos muy concretos.

El romanticismo con que percibe Sarah algunas de esas referencias literarias —como, por ejemplo, la Romeo y Julieta en torno a la que se genera un debate en su clase— y algunos de los elementos que las componen —la visión de la muerte—, funciona casi como precursor de un estado que termina por detonar ese enlace con la concepción de una obra a través de su grupo teatral. Todo aquello que encuentra en el ámbito personal —la relación con su amiga Alice, con su hermano o incluso fugazmente con ese compañero en la playa—, acaba truncado por motivos que Sarah no puede manejar, pero que al fin y al cabo la llevan a ese único contexto en que parece intentar manejar su tesitura. El escenario, que se torna parapeto idóneo ante una situación que se antoja insostenible en su propio hogar, deviene finalmente en catalizador de un estado que separa a Sarah de su yo convirtiéndola en un animal herido cuyo comportamiento ni siquiera se puede conectar con lo aprehendido, por más que module esa obra propia reflejada en la tragedia a la que nunca quiso acceder.

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