Ruben Östlund… a examen

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Existe una voluntad palpable, en el actual cine nórdico, por mostrar de alguna manera el creciente grado de parálisis que podemos encontrar en una sociedad, como la de estos países, donde el Estado ejerce un papel tan relevante en la planificación social de los ciudadanos a los que gobierna. No hablamos, obviamente, de las adaptaciones a la gran pantalla de los best-seller literarios de Henning Mankell, con su obvia predisposición política a señalar a los malvados enemigos de las buenas costumbres, ni siquiera de los bondadosos desheredados del Edén que pueblan el cine de Aki Kaurismäki, sino de un interés sincero por describir formal y conceptualmente la otra cara A de ese estatus del bienestar, de sus consecuencias menos evidentes. No se trata de hablar de los individuos que se alejan voluntariamente del sistema, sino de cómo el sistema aleja a los individuos de unos valores monolíticos, en cierto sentido abrumadores.

Un ejemplo obvio de esta “escuela nórdica de lo social”, lo podemos encontrar en la relevante El inadaptado (Den Brysomme mannen, Jens Lien – Noruega 2006), donde su autor utiliza parábolas que mezclan a Kafka y a Orwell para describir la alienación que convierte a los obedientes ciudadanos del Estado perfecto en bocetos de futuros Anders Breivik (cinco años antes de los sucesos de la isla de Utoya, remarquemos). Pero si existe un cineasta que ha sabido mostrar, formal y temáticamente, los efluvios de podredumbre que emanan de la utopía nórdica, ése es Ruben Östlund, el autor que nos ocupa en esta ocasión. Y es que si en la celebradísima Fuerza mayor (Turist, Ruben Östlund – Suecia 2014) el sueco pasea su cínico objetivo por los resquicios de la aparente paridad sexual en una sociedad tan avanzada, tres años antes, en Play (Ruben Östlund – Suecia 2011), jugaba a construir el más incómodo de los relatos sobre integración racial que alguien pueda imaginar en estos tiempos que oscilan entre pensamiento único y el más zafio de los racismos.

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Play se inicia con una cámara fija en un extraño y poco cinematográfico ángulo sobre la zona común de un centro comercial, casi como si Östlund pretendiera imitar a la cámara de seguridad de uno de estos centros, tomando el papel de mero observador/registrador de la interacción entre un grupo de niños de origen africano y otro de evidente ascendencia nórdica. El contraste no sólo es evidente en el color de la piel y en la ropa de ambos, sino en la seguridad con la que unos y otros se manifiestan. En la parálisis de los arios ante la agresividad de los negros está implícita la culpabilidad por conciencia de clase, el miedo a verse señalados por el temido racismo y, sobre todo, la incapacidad para la reacción ante la violencia que 60 años de bienestar han marcado en su ADN. Esta similitud de forma y fondo, de estatismo y bloqueo en las reacciones de sus protagonistas y en la planificación de su director, es una característica presente y continua a lo largo del film, el arte y la vida juegan a imitarse y Östlund es también partícipe de la anémica inacción que muestra en su cámara, como si fuera un registrador de la realidad, como un funcionario de las imágenes, el director ve y archiva, al espectador le toca procesar lo visto.

Esta aparente neutralidad sólo queda rota cuando el autor sueco filma la ruptura del núcleo familiar o, más bien, la disolución de la familia como elemento clave en el proceso educativo, ahí siempre aparecen objetos interponiéndose entre infantes y progenitores y éstos son, la mayor parte de las veces en que aparecen en pantalla, distorsionados por cristales, espejos etc. en contra de la nitidez con la que se muestra el dinero o los regalos, como si éstos fueran una presencia mucho más real en el universo infantil que el desdibujado nexo paterno-filial, el anzuelo de los bienes materiales actúa como sustituto de las irritantes obligaciones formativas. Ellos (los diluidos progenitores) son, si cabe señalar a alguien, los únicos villanos de la función, dimisionarios líderes de manada condenados a perder su camada ante otras dotadas de garras más afiladas y de mucha más hambre.

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