Rodrigo Grande… a examen

¿Preparados para leer una entrega nueva acerca del director de la semana, que no es solo uno, sino tres?

¿Listos para rescatar un film maldito y olvidado?

¡Ya!

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Presos del olvido es el título adaptado para la ópera prima del guionista y escritor Rodrigo Grande, natural de Rosario (Santa Fe, Argentina) ya que el original con el cual fue estrenado en su país, Rosarigasinos, es una licencia humorística entre el gentilicio de las personas nacidas en aquella ciudad, los rosarinos y un juego de palabras que mantienen los dos protagonistas para crear una jerga que les permita comunicarse sin que les entiendan los demás, consistente en intercalar dos sílabas al final de cada palabra: “gasi”, para despistar a los presentes. De ahí el citado Rosarigasinos. En otro malabar lingüístico la película se presentó en España aludiendo a la condición de presos de los personajes y el olvido después de treinta años en la cárcel. Un estreno tardío y veraniego, como para cubrir expediente, en el año 2003, dos después de su producción, con el aliciente comercial de Federico Luppi como cabeza de cartel promocional. Un film que con ironía cumple la condición de su propio enunciado y de la desmemoria.

Tres décadas después de su encarcelamiento, el cantante Tito Saravia y su amigo inseparable, el bandoneonista Castor, quieren recuperar un botín que escondieron entonces para repartirlo y recuperar el tiempo perdido. Sin embargo la actualidad les recibe sin celebraciones con un paisaje lleno de ruinas y la maleta con el dinero, sumergida en el río, llena de fango pero saqueada. Comienzan pues, varios días que les servirán para ajustar cuentas con el traidor o  los traidores.

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Esta producción argentina apoyada por el insuperable Adolfo Aristarain resulta ser un film para reivindicar desde su imperfección y aparente falta de pretensiones. En efecto no es una obra redonda porque manifiesta una serie de titubeos narrativos, propios de un director primerizo, empeñado en llevar a la pantalla su propio libreto. Lo que parecen buenos diálogos, personajes bien trazados y situaciones tan creíbles como sorprendentes en el papel tienen su reflejo en la pantalla gracias a una pareja de actores inmensos, Federico Luppi y -el ya fallecido- Ulises Dumont. Rodrigo Grande reconoce su sabiduría y humildad al dejar en manos de aquellos los mejores momentos de la historia. Con un dúo de química indudable, basado ya desde su apariencia física en Stan Laurel y Oliver Hardy cruzados con otros como Dean Martin y Jerry Lewis, ambos intérpretes consiguen darle un tono unitario y una dignidad inesperadas, a la mezcolanza genérica que propone el joven director desde el drama carcelario, el cine negro, el western de venganza, tamizados todos con la comedia e incluso la buddy movie o film de colegas. Un principio emotivo en plano fijo de los dos expresidiarios, dos hombres sexagenarios que aguantan como pueden las lágrimas al pisar de nuevo la calle treinta años más tarde de perder la libertad. La emoción se palpa en ese comienzo que aporta datos de su complicidad y ganas de comerse el mundo, un mundo que por desgracia ha seguido girando durante un tiempo perdido para ellos. Con un flashback algo torpe en su resolución, introducido como fondo al tango entonado en playback por los dos, en el escenario del local que los hizo célebres, conoceremos al resto de integrantes de su pandilla. Otros compañeros que los acompañaban en sus correrías nocturnas, encuentros con prostitutas y noches terminadas frente a la cancha en la que orinaban después de los tragos. Presos del olvido consigue un tono evocador que se debe a la entidad emocional de las miradas, gestos y andares de sus protagonistas, dos verdaderos artífices a la altura del cineasta incipiente que los dirige y describe.

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Grande demuestra más capacidad en la escritura que en la plasmación audiovisual de su guión y resulta más eficaz cuando deja a sus actores llevar el timón de la escena. Pero es que no todas las primeras películas de un director pueden ser Ciudadano Kane o Los cuatrocientos golpes. Es comprensible que haya planos en los que la duración se alarga o acorta sin justificación. O cambios entre secuencias que despistan y encuadres mejorables. Tal vez el autor intentó darle el ritmo arrastrado y triste de un tango a la cadencia de las secuencias, aunque en la segunda mitad del film se recupera el gusto por la acción, por la colaboración de Luppi y Dumont en un estado que los borra como actores y nos devuelve a personajes tan vivos que desde el público dudamos que estén encarnando a caracteres de ficción. Es en esa parte del metraje donde llegan secuencias que se balancean desde el horror de la tortura hasta el humor como es la escena del interrogatorio y rescate de Castor. Los atracos chapuceros del furgón blindado. O la persecución alocada por la policía y la resolución fatalista del muelle. Todo esto sin perder de vista el humor negro y directo en ningún momento. Sin dejar de ser un tratado sentimental y emocionante sobre la vejez y el paso del tiempo enmarcado en unos escenarios siempre avejentados o a punto de desmoronarse que rodean a los dos supervivientes aferrados a su intención de no desaparecer.

Quizás Rodrigo Grande sea el menos grande -chiste malo y fácil- de otros compañeros generacionales como Damián Szifrón (Relatos salvajes), Pablo Trapero (El clan), Lucía Puenzo (El médico alemán) o Adrián Caetano (Un oso rojo) Pero es un cineasta que toma nota de otros autores indudables de su país como son el ya mencionado Adolfo Aristarain o Carlos Sorin. Un director aprendiz que suple sus carencias cinematográficas con la materia prima indudable de su industria, ese oro en bruto que son los profesionales del arte dramático argentino.

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