Paul Thomas Anderson… a examen (II)

Uno de los elementos más importantes a la hora de explicar la fascinación que ejercen los últimos trabajos del norteamericano Paul Thomas Anderson, más allá de la propia técnica y visión artística del cineasta, consiste en la música que para cada ocasión ha ido componiendo Johnny Greenwood, miembro de Radiohead y, desde la significativa Pozos de ambición, autor de todas las bandas sonoras de las películas del director, incluida la reciente El hilo invisible. Esta fructífera relación creativa tuvo la oportunidad, en la primavera de 2015, de extenderse a un proyecto atípico que, por primera vez, ponía más el foco de atención en Greenwood que en Anderson: la grabación del disco que el primero llevó a cabo junto al prestigioso compositor israelí Shye Ben Tzur y la entente The Rajasthan Express en la Fortaleza india de Mehrangarh, sita en una colina sobre la ciudad de Jodhpur. Desconozco si en el origen de esta nueva obra late más el compromiso de la amistad o la voluntad sincera por abordar una cultura ajena a través de la música; en cualquier caso, el trabajo no sólo no es ni perezoso ni intrascendente, sino que permite comprobar la capacidad de adaptación del autor de Magnolia y su inteligencia a la hora de abordar un registro más comedido que al que nos tiene acostumbrados; de mantenerse, en suma, en un segundo plano en el que el contenido musical pueda explotar con toda su energía, belleza, calidez y exuberancia. Y vaya si lo hace.

Sorprende, de entrada, la accesibilidad de una música cuya exótica denominación cultural bien pudiera dejar en fuera de juego a un espectador/oyente poco familiarizado con lo que se hace en aquellas latitudes, caso de quien esto escribe. Pero esta música fantástica, poseedora de un brío y una carnalidad que no está reñida con la espiritualidad, se mete bajo la piel ya desde sus primeros compases, que Anderson filma a través de una lenta panorámica de 360º que permite, por una parte, captar a estos artesanos del sonido creando arte de forma tan natural como el respirar, y, por otra, sugerir la noción circular, reiterativa, de una música que persigue el trance y la experiencia mística (incluso cuando se envenena con los sonidos de la modernidad que aporta Greenwood, como en aquel magnífico tema que Anderson aprovecha para ilustrar con estampas de la vida nocturna de la ciudad). Realmente, el trabajo del director se limita a estar ahí, a ser esa presencia invisible que revolotea sobre un talentoso grupo de músicos, del mismo modo que esa paloma que se cuela en la fortaleza y se niega a abandonarla, hipnotizada no sólo por el magma sonoro que entre todos consiguen crear, sino por la visión misma de los músicos entregados a su arte. Porque la fascinación última que se deriva de esta película es la que produce ver a gente de mucho talento haciendo aquello que mejor sabe. Esto Anderson lo tiene claro y por eso casi siempre se limita a filmarlos trabajando, aplicando mayor o menor distancia a los rostros y manos dependiendo de lo que exija la cadencia y el tono de cada composición.

La sucesión de temas interpretados se rompe sólo ocasionalmente con algunas mínimas entrevistas, o ni eso: preguntas aisladas que permiten atisbar parte de la personalidad que está detrás de cada uno de las protagonistas, pinceladas que explican la honda raíz familiar que une a cada uno de ellos con este estilo de música tan ancestral. Asimismo, el clima de intimidad y recogimiento que se respira dentro de la fortaleza transmutada en estudio de grabación se alterna con imágenes captadas con drones del exterior de la construcción y sus alrededores, así como otros pequeños elementos que debieron llamar la atención del director (el tipo que alimenta águilas) y que, en todo caso, mitigan un poco la sensación de claustrofobia o monotonía en la que pudiera caer la película. Pero lo que no hace, y es un acierto, es querer ir más allá de la propia música, indagando innecesariamente, por ejemplo, en el contexto creativo del disco o en la biografía de Greenwood o Ben Tzur, que en el documental sólo aparecen enfrascados en la ejecución musical, nunca hablando a cámara. Anderson comprende que la carga emocional de la película deriva de la hermosa música que allí se está generando y, con humildad, se limita a registrarla sin entregarse a distracciones ni sucumbir al impulso del exhibicionismo creativo. El resultado es un trabajo sencillo en la forma pero de enorme riqueza en su contenido, y un pequeño regalo para los admiradores del director y, muy especialmente, para cualquier melómano que se precie de serlo.

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