París-Manhattan (Sophie Lellouche)

En París vive una mujer llamada Alice a la que le rodean demasiados desencuentros amorosos. Su madre y su hermana la catalogan de ser “poco femenina” y pese a la insistencia que ambas demuestran para que Alice logre encontrar al amor de su vida, cada hombre que pasa cerca de ella dura demasiado poco entre sus brazos. Para colmo, ha desarrollado una gran admiración hacia el cineasta Woody Allen, hasta tal punto que habla con el retrato que de él tiene en su habitación y, en su oficio de farmacéutica, muchas veces recomienda antes una película como tratamiento para la enfermedad que un fármaco.

Bajo esta premisa se desarrolla toda la trama de París-Manhattan, ópera prima de la francesa Sophie Lellouche, cuyo rodaje tras las cámaras se puede resumir en un cortometraje que publicó allá por 1999. No es éste un debut demasiado ambicioso, si atendemos a su condición prácticamente auto-impuesta de comedia romántica ligerita, divertida para pasar el rato y que sirva además como un homenaje hacia uno de los considerados como grandes realizadores del séptimo arte. También ha preferido ir sobre seguro en lo que se refiere al reparto, ya que la plana mayor del mismo está compuesta de actores con experiencia media, caso de la protagonista Alice Taglioni (El juego de los idiotas, La presa) o con bastante experiencia, entre los que se puede encontrar al gran Michel Aumont, que a priori tiene aquí el papel más interesante como es el del tradicional padre de familia (un poco al estilo del Robert de Niro de la trilogía Los padres de…).

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Aunque es obvio que el principal reclamo comercial para que esta película atraiga al público hacia sus salas no es otro que esa especie de homenaje a Woody Allen, descubriremos con el paso de los minutos que sin embargo la figura del cineasta neoyorquino posee una fuerza muy pequeña en lo que se refiere al arco argumental, cediendo en pos de un esquema que ya empieza a ser clásico en este tipo de películas. Hablamos de cuestiones como la excesiva caricaturización de ciertos personajes (la hermana lista y menos agraciada frente a la hermana más guapa pero no tan intelectual, el padre que a priori es muy tradicional pero luego genera más gracia que respeto, el chico guaperas que sabe hacer de todo…) o el factor de la casualidad, que aquí no juega un papel absolutamente clave pero sí se deja ver en alguna escena.

Siguiendo este comentario, se agradece que el único pecado destacable que comete París-Manhattan sea esa previsibilidad, ya que una vez aceptado lo que pretende la cinta nos queda una película bastante agradable de ver. Taglioni interpreta de manera más que correcta a un personaje con el que era fácil meter la pata en más de una ocasión y echar así por tierra su nexo con el espectador, en el sentido de que Lellouche busca claramente que éste se identifique con la manera de actuar de la protagonista (por eso nos enseña también su lado íntimo a través de esas conversaciones con el retrato de Allen). La relación de Alice con el chico que se cruza por su vida, llamado Víctor en la ficción e interpretado por Patrick Bruel, no es empalagosa ni difícil de creer. Todo lo contrario, la interacción entre ambos se lleva de una manera muy natural (lógicamente con la excepción de esas casualidades que comentamos anteriormente), huyendo así de otro de los principales errores de este tipo de películas, que por demasiado sentimentales o directamente por burdas, acaban socavando incluso cualquier posibilidad de entretener a su público.

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Por fortuna, este no es el caso de París-Manhattan. Si bien por su escasa ambición, el chasco que produce no profundizar más en la figura de Woody Allen o un desarrollo argumental con algún que otro déjà vu, no podemos decir que sea una obra notable, tampoco se puede despreciar el hecho de que este tipo de películas merecen su parte de reconocimiento al no intentar grandes alardes y quedarse en el terreno seguro de la fácil evasión: pasar un rato divertido con situaciones cómicas absurdas en el buen sentido, un romance sencillo sin sobredosis de almíbar y algún que otro personaje chistoso hacen que la obra de Lellouche consiga, por lo menos, que esos 77 minutos de metraje no desesperen ni a los más detractores de este tipo de comedias románticas.

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