Pájaros de verano (Cristina Gallego, Ciro Guerra)

De sueños y balas

Algunas aves son pasajeras. Llegan casi sin darnos cuenta y desaparecen con la misma perturbadora tranquilidad cuando se aproxima el cambio de estación. Hay algo casi onírico y fantasmal en ese fenómeno. Una fuerza invisible que los empuja a un viaje no solo de ida sino también de vuelta porque, al final, siempre hay un viaje de regreso. Una fuerza ingobernable, caprichosa a veces que, como todo lo que no podemos controlar o comprender, nos inquieta. Una langosta, por ejemplo, puede ser el presagio de las muchas que vendrán y, como ciertas aves, también son pasajeras. Sin embargo, su paso puede dejar consecuencias devastadoras. No hay absolutamente nada que hacer para poder gobernar esa fuerza incontrolable de la naturaleza más que ser testigos de su poder destructor.

En Pájaros de Verano, la última película de Ciro Guerra codirigida junto a Cristina Gallego, Úrsula (Carmiña Martínez), una mujer fuerte con voz pero sin voto, es capaz de hablar con los sueños. En ellos, los animales y las impredecibles fuerzas de la naturaleza se erigen en catalizador discursivo para presagiar un futuro en el que la muerte siempre tiene un papel protagónico. Zaida (Natalia Reyes), su hija, es la que proyecta esos sueños que su madre, garante de las tradiciones de una comunidad ancestral en crisis, los Wayúu, se encarga de interpretar. Pero, en un determinado momento de la película, esa capacidad innata para dialogar con lo sobrenatural, termina desapareciendo de forma tan silenciosa, progresiva y natural como el modo en que en la película, sin hacer ruido, juega a abrir brechas en el terreno de lo real a través de la penetración del fantástico.

En la anterior película de Ciro Guerra, El Abrazo de la Serpiente, un botánico extranjero se adentraba en la selva amazónica, a la búsqueda de una planta mítica con potentes facultades oníricas, capaces de enseñar a soñar. En ese viaje mítico le acompañaba un indígena desmemoriado que había perdido los recuerdos, las costumbres y las tradiciones de una sociedad extinta a la que una vez perteneció. La búsqueda era, en el fondo, un viaje redentor en el que restituir y revindicar un “yo” conectado a la tradición y la cultura de un pueblo desaparecido. Esa vindicación era posibilitada, precisamente, a través del sueño, un estado a medio camino entre lo fantástico y lo real, como conexión profunda con la Historia y, por lo tanto, con la versión más pura del inconsciente. Pero, a un nivel metacinematográfico, esa búsqueda del sueño como el lugar donde se cobija y resguarda lo más profundo de una cultura tenía también su reflejo en esa idea del cine, tan cercana a los sueños, que insiste continuamente en poner en crisis la concepción de lo real.

El viaje de Úrsula en Pájaros de Verano es, pues, de sentido inverso al transitado por el indígena de El Abrazo de Serpiente, película que, como ya se puede adivinar, establece profundas conexiones discursivas, formales y temáticas con la película que ahora nos ocupa. Un viaje que se inicia desde una conexión profunda con lo ancestral, las tradiciones y la cultura de un pueblo y termina desembocando en el destierro más absoluto. Como las elipsis que hábilmente edifican la temporalidad narrativa del relato de una película como Pájaros de Verano, existe otra gran elipsis menos obvia que, a nivel discusivo, conecta el final de una película con el principio de otra y que, a su vez, sirven para apuntalar esa idea de la pervivencia cultural que transmite el final de ambas películas. Ya sea a través de la toma de conciencia cultural propia o bien como la transmisión del relato oral a través del Jayeechi, el canto Wayúu que abre y cierra el último trabajo de Guerra y Gallego.

Tanto en una película como en otra, la destrucción cultural siempre viene marcada por un agente exterior. En Pájaros de Verano, esta desintegración cultural viene dada por la irrupción del incipiente comercio con la marihuana en la Colombia de los 60, devastadora puerta de entrada a dinámicas capitalistas en la que el dinero todo lo pervierte. La película, cuyo eje se encuentra en ese progresivo desapego a cierta idea de una esencia existencialista conectada con la tradición, encuentra elocuentes materializaciones a través de la puesta en escena como esa absurda y lujosa mansión construida justo en medio de la nada. Una brillante forma de ejemplificar la occidentalización de un núcleo familiar que ha decidido asilarse de su esencia más pura a cambio de los espejismos del capitalismo, en contraste con la primera parte de una película que, sin abandonar un fuerte carácter cercano a lo etnográfico, plasma unos personajes fuertemente integrados en una sociedad matriarcal, paradójicamente, supeditada a un poder de decisión patriarcal con tintes fatalistas.

Como una langosta solitaria que anuncia el advenimiento de la plaga o el pájaro que vuelve de su ciclo migratorio para anunciar un augurio, el dinero del narcotráfico y, posteriormente, la adopción de un estilo de vida capitalista, terminan dinamitando la esencia de la identidad de los personajes de Pájaros de Verano. La incapacidad para hablar con los sueños, de interpretar esos sueños, es la consumación de la tragedia, la ruptura definitiva y verbalizada de un desarraigo cultural que representa, a buen seguro, la muerte más dolorosa entre las que se suceden en una película en la que, después de todo, siempre deja abierta la puerta a un pequeño asomo de esperanza.

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