Nicky, la aprendiz de bruja (Takashi Shimizu)

Que Nicky, la aprendiz de bruja fue una de las proyecciones más discutidas de la pasada edición del Festival de Sitges no se le escapa a nadie. Abandonos masivos, sensación de ridículo y vergüenza ajena, risas, karaoke y hasta simulacro de ‹sing along› (no buscado por la película) adornaron un visionado que sin duda será largamente recordado por los asistentes (supervivientes).

Lógicamente la valoración de la película, aún reconociendo su cariz eminentemente infantil, no podía ser más negativa. No obstante habría que preguntarse si, dejando de lado el despropósito o no de la película per se, el propio ambiente del festival no habría arrastrado, por decirlo así, a la audiencia a una suerte de catarsis colectiva. Un acto de expiación general donde el film pasa a segundo plano y lo importante es la celebración en modo jolgorio absoluto de cada una de las aparentes ridiculeces perpetradas en el film de Shimizu.

Por ello, desde Cine maldito, abrimos una ventana a otra perspectiva desde un Takashi Shimizu visionado diferente, sosegado y reflexivo de la película. Sin el condicionamiento ambiental, sólo la desnudez de la pantalla y el espectador con el objetivo de poder afinar en el análisis, huyendo de la hipérbole y adjetivar como se merece este atrevido intento de revisitación del clásico de Miyazaki.

Blanco y en botella: Nicky, la aprendiz de bruja es una película infame. Se mire como se mire, se piense como se piense y no, su condición de película infantil no la exime de tal propiedad. De hecho, no hay que ir muy lejos para desestimar esta clase de excusa. Sólo hay que ver la versión animada de la misma para entender que tener a niños como público objetivo no debe estar reñido con la inteligencia del producto.

Pero, ¿qué falla exactamente? Esencialmente el planteamiento. La idea que Shimizu propone gira y pivota en esa confusión de la que hablábamos anteriormente y decide que sus espectadores resultarán acríticos, estúpidos e infantiles. En definitiva, el director nipón no nos trata como niños sino como él cree que son los niños. Viendo el resultado, claro está que su concepción resulta del todo errónea.

En el fondo no es nada que Shimizu no haya hecho anteriormente. Ya en sus películas de terror, especialmente La maldición, minusvaloraba cualquier atisbo de narrativa y lógica y lo fiaba todo (o mejor dicho lo reducía) a la esencia. El impacto de la imagen, de la atmósfera situacional y puntual, para crear un mundo incomprensible e inabarcable a todo lógica pero sin embargo atemorizante. El problema con Nicky, es que la historia, la narración lineal, la cadena de eventos, no son prescindibles, son la base fundamental y si reduces el resto al mínimo queda todo convertido en una caricatura risible.

Sí, los personajes son planos, arquetípicos, planos. Su colorido es tan impostado como el de un parque de atracciones ajado o, peor incluso, resultan un tanto grimosos hasta el punto que, a través de una mirada sardónica, podrían resultar tan aterradores (o aburridos) como los personajes de por ejemplo American Horror Story Freak Show. Estamos ante un mundo de cartón piedra, de amabilidad falsa y forzada, de naturalidad sobrescrita. Nada es creíble en el factor “real” de la narración y por tanto la aparición de elemento redentor y de cambio bidireccional que podría resultar Nicky queda igualmente anulado.

De alguna manera todo resulta tan esperpéntico, tan ‹kitsch›, que ciertamente invita a la risa pero sólo momentáneamente. Al final estamos ante una narración asmática, agónica, que se pierde en tierras de nadie argumentales. Sí, Nicky te vence casi por agotamiento, haciendo del bostezo su «leitmotiv». Sí, por desgracia hay que concluir que estamos ante un desastre sin paliativo alguno. Una película que probablemente podrá ser proyectada en eventos tipo ‹grindhouse› o similares como película de culto en el peor sentido del término. Algo que se puede interpretar como casi positivo pero que en el fondo da la medida exacta de su resultado final. Al fin y al cabo el jolgorio, la risaza floja a su costa no eran sus premisas, sus objetivos.

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