Michael Haneke… a examen (II)

Desde que Michael Haneke diese un golpe sobre la mesa a mediados de los 90 con su pieza maestra, una Funny Games que se llevaría el FIPRESCI de Cannes, nos hemos encontrado ante uno de esos nombres que se antojaba necesario seguir: títulos como La pianista, La cinta blanca o Amor lo han corroborado con el tiempo, e incluso obras consideradas en un segundo plano como la notable Código desconocido o la incómoda Caché, han sido capaces de reforzar la figura del cineasta austriaco. Algo que incluso ha constatado que films anteriores dentro de su filmografía hayan obtenido un cierto estatus, llegando a flirtear incluso con el culto, algo que sucedía con su Trilogía de la glaciación emocional —de la que os habíamos hablado anteriormente—. Si hay una parte de su obra, no obstante, que a día de hoy continúa prácticamente inexplorada —su adaptación de El castillo quizá sea la excepción que rompa la regla y, pese a ello, sigue en un paradero mayormente desconocido— son sus trabajos para televisión, en cuyas imágenes se puede empezar a atisbar una impronta que más adelante reflejaría con mayor personalidad.

Fraülein, el largo inmediatamente anterior a su debut en el terreno del largometraje para cine con El séptimo continente, se percibe, en ese sentido, como un trabajo donde comienzan a fluir algunas de las inquietudes del Haneke posterior y cuyo parecido con los telefilms —ese malogrado término— que podemos encontrar en la parrilla televisiva es mera coincidencia, pues en ella se observa ya a un autor en ciernes.

Haneke nos sitúa tras este largometraje en una Alemania inmediatamente posterior a las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, poniendo su foco sobre una familia que espera la llegada de un padre ausente. Fraülein sigue, pues, los pasos de la reconstrucción del país bávaro justo después del conflicto, e incluso los esfuerzos por dejar atrás cicatrices que ni siquiera han sido abiertas, como sucede en el seno familiar que regenta Johanna, donde algunos integrantes prácticamente dan por muerto a un miembro que se vio obligado a dejar su hogar. No obstante, y como comentaba, esas heridas que no se habían materializado, pronto desaparecen con la llegada de Hans. Un momento que el cineasta contemporiza mostrando las dos caras del fin de la guerra en una estación de tren, donde abuelas, madres e hijos esperan a sus respectivos padres, estallando de alegría ante la aparición de estos, o dejando oir quejidos ahogados ante una ausencia que se prolonga. Como si de un modo de anticipar la extraña relación que surgirá entre los miembros de la familia con respecto a la figura paterna, le encontrarán finalmente volviendo de la estación, esperando a las puertas del cine que administra Johanna; desubicado, en un espacio que ya no es suyo.

Y es que si bien Haneke incurre en temáticas habituales de su cine —la familia y un vínculo que siempre ha sido difícil normalizar en sus manos— e incluso es capaz de forjar estampas que ya anticipaban su imaginario, el desencadenante no se encuentra tanto en los males de una sociedad —aunque también— apocada a los caprichos de la misma, sino más bien surge de una separación forzada al iniciarse el enfrentamiento. El distanciamiento para con un hijo que, pese a todo, intenta entrar de nuevo en la dinámica familiar, o el ‹affair› de Johanna, la protagonista, con otro hombre durante el conflicto, no hacen sino reforzar la concepción de un causa-efecto ocasionado por el mismo. Un hecho que se traslada con habilidad en algunas de las secuencias propuestas por el austriaco —destacan dos fotogramas que bien podrían establecerse como marca de su cine: la de esa madre recibiendo al padre en la cama, y levantando su vestido a la altura del cuello, ante la pasividad de este, o la del hijo ante la casa construída con cerillas en el interior del comedor—, pero quizá no encuentran la cohesión necesaria —por más que el discurso se evidencie a través de ellas—, y se quedan desnudos ante una narrativa algo quebradiza —también condicionada por esa línea temporal implementada en algunos tramos— que Haneke ha ido puliendo con el paso de los años.

Siendo una pieza menor, Fraülein compacta algunos de los rasgos que más adelante conformarían el universo “hanekiano”, y certifica su discurso en un último acto donde el desapego el que muestra durante el transcurso del film, comparece en un nuevo personaje que no hace sino cerrar con coherencia un relato el que no está de más acudir para encontrarse con las raíces de un cineasta que no sin motivo ha devenido uno de los más importantes de nuestra era.

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