Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda)

Existen ciertos prejuicios en buena parte de los espectadores españoles hacia el cine patrio anterior a la explosión acontecida a mediados de los cincuenta tras la irrupción en nuestra cinematografía de dos de los nombres claves del cine español que revolucionaron lo que hasta entonces se conocía como cine del Régimen, estos son, Juan Antonio Bardem y Luís García Berlanga. Parece que el cine español que se hizo desde los años de la posguerra hasta mediados de los cincuenta sencillamente o se le considera malo o franquista. Nada más lejos de la realidad. Nombres como los de Edgar Neville, Rafael Gil, José Luís Sáenz de Heredia, Florián Rey, Manuel Mur Oti, José Antonio Nieves Conde o Juan de Orduña no solo son imprescindibles para cualquier cinéfilo que desee profundizar en el arte de hacer películas en España, sino que los mismos sentaron las bases para el despegue de ese cine más crítico e incisivo que comenzó a aparecer a mediados de los cincuenta, inundando las pantallas de cine en los festivales internacionales en los sesenta con eso que se llamó el Nuevo Cine Español.

Dentro de los nombres que mencioné en el párrafo anterior, dejé oculto a posta el de un húngaro que arribó a nuestro país para quedarse y desarrollar una de las carreras más fascinantes y magistrales de nuestro cine: Ladislao Vajda. Resulta ciertamente increíble que la filmografía de este maestro europeo no sea más reivindicada por la crítica y la cinefilia española, puesto que suyas son algunas de las mejores películas surgidas en la península ibérica. Obras como El cebo (esa co-producción hispano suiza que quizás sea la cinta más valorada actualmente de Vajda), Marcelino pan y vino, Carne de horca, Tarde de toros, Barrio, Séptima página o Un ángel pasó por Brooklyn son sin duda algunas de las mejores cintas surgidas en nuestro país. Pero la película de Vajda a la que guardo un mayor cariño y respeto es Mi tío Jacinto. ¿El motivo? Porque en mi opinión es, junto a Surcos de José Antonio Nieves Conde, el mejor botón de muestra del incipiente y escaso neorrealismo español cincelado a principios de los cincuenta como homenaje referencial al neorrealismo italiano.

El film es una auténtica maravilla de principio a fin, rodado como vehículo para lucimiento de la estrella infantil española de moda en aquella época (antes de que la copla y el fandango se apoderaran del estrellato infantil cinematográfico con Marisol y Joselito): el tristemente desaparecido Pablito Calvo, magnético y cautivador niño prodigio del cine español poseedor de una mirada que aunaba con maestría ternura y melancolía, convirtiéndose en una estrella internacional gracias a otra película de Vajda, la no siempre valorada Marcelino pan y vino, cerrando posteriormente una honesta trilogía con el director húngaro con otra película entrañable como es Un ángel pasó por Brooklyn.

Siendo una herramienta articulada para el lucimiento de Calvo, Mi tío Jacinto huye de la complacencia y del beneplácito, puesto que la cinta de Vajda es sobre todo un demoledor documento acerca de la miseria y la pobreza que rodeaba los arrabales del Madrid arcaico y devorado por las bombas de la cruel Guerra Civil. Un Madrid poblado por pícaros, rateros y quincalleros de talante muy castizo (para un madrileño como es mi caso, es un auténtico gusto contemplar la concepción antropológica, urbanística y dialéctica con la que dotó Vajda a su película) que rondaban tanto los barrios de chabolas de la periferia, por entonces más allá de la Arganzuela y la Latina como los mercadillos de poca monta del rastro que albergaban a ilusionados maletillas cuya principal meta era saltar a la arena del circo de Las Ventas para entretener a la burguesía y escasa clase media adinerada de la época.

Uno de los puntos más hipnóticos del film es el hecho de esbozar la narración a través de los ojos inocentes e intrigantes de Pablito Calvo, quien recorrerá un tímido viaje desde la niñez a la madurez a través del mísero ambiente que rodea su existencia junto a su tío Jacinto (interpretado por un Antonio Vico que se desprendió de su habitual vena cómica para dibujar uno de esos personajes dramáticos que dejan huella en el aficionado al cine).

La cinta arranca con un maravilloso plano de atmósfera arrabalera y eminentemente perteneciente al cine social de trincheras de aquellos tiempos. De este modo contemplaremos a un cartero que tratará de entregar una carta enviada por un empresario taurino a un veterano maletilla llamado Jacinto, una eterna y decadente promesa de la fiesta taurina a la que su mala cabeza y su querencia por el alcohol han convertido en un títere que vaga sin pena ni gloria por bares arrabaleros en busca de ahogar sus tormentos en las fauces del vil liquido demoledor de conciencias. Finalmente el cartero localizará a Jacinto en uno de esos barrios de chabolas surgidos en las afueras de la ciudad en el que el decadente aspirante a torero vive junto a su sobrino Pepote en condiciones infrahumanas. A pesar del lamentable ecosistema, Jacinto y Pepote llevan una vida más o menos feliz libre de las preocupaciones impostadas que la vida moderna.

La carta anuncia la intención del empresario remitente de contratar a Jacinto para una corrida de toros a celebrar en Las Ventas. Sin embargo, para poder cumplir su último sueño de triunfo taurino, Jacinto deberá reunir las trescientas pesetas que cuesta alquilar el traje de torero que no posee. A partir de este momento, la cinta adoptará la forma de una fábula homérica y a contrareloj, filmada prácticamente a tiempo real, que narrará la ilusoria odisea de Jacinto y Pepote para conseguir el dinero necesario con el que poder alquilar el traje de luces que representará la última oportunidad de triunfo y salida de la miseria de tío y sobrino. Vajda narra dicho viaje con una maestría supina, plasmando el ambiente cotidiano del Madrid de los cincuenta, retratando así con una destreza y maña a la altura de los grandes autores neorrealistas el ecosistema urbano y chusquero de una ciudad habitada por una fauna envenenada por el olor de la carencia y la desgracia, quiénes tratarán de sacar provecho de las penurias sufridas por Jacinto y Pepote.

El hecho de concentrar buena parte del nudo estructural de la historia en la epopeya padecida por Jacinto y Pepote en su lucha por reunir el dinero suficiente para salir de su particular infierno, conectará el hilo argumental de Mi tío Jacinto con la obra maestra del neorrealismo italiano que es Ladrón de bicicletas. Al igual que en la cinta de Vittorio de Sica, Vajda agrupa sus cimientos alrededor de la infructuosa lucha por salir de la pobreza de un padre y un hijo (en la película española, a pesar de ser un tío y su sobrino huérfano, son claras las reminiscencias paterno-filiales que empaparán la relación establecida entre Jacinto y su sobrino Pepote). El traje de luces se identificará con esa bicicleta hurtada a Antonio y en este sentido la mirada de veneración y amor de Pepote hacia su tío Jacinto se confundirá con la emanada por Bruno hacia su infortunado padre. Ambas cintas reflejan una visión desgarradora y destructiva de una sociedad articulada en base a la pobreza moral y económica en la que apenas existen huecos para florecer el oxígeno y la esperanza. Del mismo modo Vajda eludió cualquier juicio moral hacia la galería de innobles personajes que emergerán a lo largo del metraje, siendo los mismos un reflejo especular de ese ladrón de De Sica al que la indigencia obligó, posiblemente contra su voluntad, a perpetrar el hurto de la herramienta de trabajo de Antonio.

Ciertamente fascinante es sin duda el hecho de que una cinta con una potente carga explosiva de crítica social que reflejaba de modo cristalino la indecencia, el hambre y la privación de todos los medios necesarios para llevar una vida digna en la España de los cincuenta, pudiera solventar los obstáculos de la censura otorgando un testimonio fidedigno tanto para los españoles de la época como para los espectadores del resto del mundo del ambiente mezquino, cochambroso, cruel y famélico existente en la España franquista gracias a los impactantes fotogramas creados por Vajda y su equipo técnico. Y es que Mi tío Jacinto es una cinta sostenida sobre la base de un brutal realismo (a veces aderezado con unas inspiradoras gotas de humor gracias a la presencia de unos estupendos actores más habituados al vodevil y la revista que al intenso dramatismo como un joven Miguel Gila o un siempre magistral Pepe Isbert) que como los buenos vinos ha mejorado con el paso de los años, convirtiéndose en uno de los clásicos ineludibles del cine español que de vez en cuando merece la pena recordar para evitar ese lastre que supone la erosión de la memoria ligada al paso del tiempo.

Publicada originalmente en Los clásicos de la literatura, cine y música

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