Me hicieron un fugitivo (Alberto Cavalcanti)

Auspiciado por el enorme éxito popular que adquirió el género negro estadounidense, el brasileño Alberto Cavalcanti (uno de esos trotamundos que sembró su particular semilla allí donde supieron acogerlo) dirigió a finales de los cuarenta una de las cinta clave del noir británico: Me hicieron un fugitivo. Sin duda una de esas joyas de la corona del muy reivindicable cine policíaco producido en las islas. Un género que fue capaz de aglutinar lo mejor de su pariente americano con una mirada propia que pretendía fundamentalmente realizar una inspirada radiografía del turbador clima social existente en la Gran Bretaña de posguerra, otorgando de este modo el protagonismo a toda una gama de personajes marcados por ciertos desequilibrios psicológicos, cuando no estigmatizados por un pasado del que era imposible escapar.

En este sentido Me hicieron un fugitivo desprende toda una amalgama de virtudes gracias al temperamento fogoso y visceral de su creador, un Cavalcanti al que se le nota muy cómodo liderando un proyecto que quizás en otras manos hubiera caído en una rutinaria copia de los patrones típicos del cine negro. Y todo ello a pesar de que la cinta explota sin rubor los arquetipos que tintaron de color nocturno las pantallas norteamericanas allá por los años cuarenta. Estos son. Centrar el desarrollo de la trama en los bajos fondos (londinenses en el caso que nos ocupa), concretamente en una banda de traficantes de todo tipo de sustancias; incluir la presencia de una femme fatale que guiará a la perdición al protagonista; recurrir a una subtrama de cine carcelario tan de moda en el noir de los treinta; para finalmente localizar la atención en la posterior epopeya de fuga y búsqueda de venganza protagonizada por uno de esos personajes que llevan marcada a fuego la etiqueta de perdedor en sus carnes.

Y todo ello sin perder ese toque de humor negro tan del gusto del público británico, inyectado desde el primer fotograma merced a esa funeraria utilizada como tapadera por los miembros de la banda protagonista sita en uno de esos barrios populares de las afueras de Londres. La cámara de Cavalcanti se muestra poderosa y para nada discreta, coqueteando con ciertas expresiones más propias del cine mudo alemán que de una producción de suspense británica. La voluntad de captar la esencia de la ciudad se observará como un objetivo claro, optando por desnudar el rodaje sacando las cámaras a los barrios de la ciudad, absorbiendo de esta manera el alma gris y demolida por los efectos de las bombas de una urbe ennegrecida por el halo de la guerra.

De este modo la película narrará los chanchullos en los que andan metidos una extraña banda capitaneada por el apuesto Narcy (frío como el acero Griffith Jones), un mafioso de poca monta con aires de grandeza que nombrará como su mano derecha a un ex soldado asqueado con la vida llamado Clem (interpretado de una forma contundente y creíble por el siempre eficaz Trevor Howard en un papel radicalmente diferente al de ese adúltero que oteaba el horizonte en busca de un Breve encuentro). Tras un enérgico brindis que rubricará el acuerdo de colaboración entre ambos, Clem se adaptará sin ningún esfuerzo a los planes criminales maquinados por Narcy, pero con una pequeña salvedad: su negativa con la consiguiente renuncia de su cargo tras comprobar que la banda ha comenzado a trapichear con drogas sin exhibir el más mínimo indicio de arrepentimiento por parte sus integrantes.

El choque moral que surgirá por este hecho entre Narcy y Clem se agravará por la presencia de la novia de este último en los alrededores del lugar de reunión de la pandilla. Una rubia carente de escrúpulos que sentirá una atracción irrefrenable hacia el jefe de su pareja, quien maquinará una pérfida trampa para quitarse de en medio a Clem, gracias a un robo convertido en una farsa por Narcy que terminará con la captura y acusación del honorable ex piloto del asesinato de un policía de tráfico atropellado realmente por el insidioso cabecilla de los contrabandistas. Tras la celebración de un juicio en el que los testigos sabían a donde tenían que dirigir su dedo, Clem ingresará en prisión condenado a quince años de cárcel. Abandonado por los suyos, Clem contará únicamente con el apoyo de la ex-novia de Narcy, una cantante de cabaret que igualmente se sentirá engañada tras haber sido rechazada por su pareja a cambio de abrazar el cuerpo de la ex amante del reo. Sirviéndose de su astucia innata adquirida en el frente de batalla, Clem escapará de prisión con ávida sed de venganza dirigiéndose por tanto al encuentro de aquellos que le traicionaron sin motivo aparente.

En su camino hacia la perdición, éste topará su destino con una mujer que inicialmente le prestará ayuda, pero que finalmente utilizará al evadido para cargarle el asesinato de su marido cometido por ella misma. También con un jocoso camionero que permitirá hacer más corto el trayecto del viaje y finalmente con la asistencia de la antigua novia de Narcy que no dudará en poner en peligro su integridad física al descubrir el corazón honesto y limpio de corrupción que integra el caparazón de Clem. Pero, ¿será la venganza consumada o se volverá en contra de nuestro héroe?

Llama poderosamente la atención el ritmo trepidante sin respiro alguno que Cavalcanti imprimió a la película. En ella suceden muchas cosas en relativamente poco lapso de tiempo, sin caer en ningún tipo de contradicción o licencia, algo verdaderamente digno de resaltar. A diferencia de los noir erigidos en EEUU, Me hicieron un fugitivo parece estar vinculada con esos melodramas de posguerra británicos que describían con todo lujo de detalles la desolación y pesimismo que contagió a esa generación sobreviviente de los bombardeos de la II Guerra Mundial, haciendo hincapié en las cicatrices presentes tanto en los cuerpos como sobre todo en la mente de los ciudadanos londinenses. Los traumas de la guerra constituyen por tanto un elemento esencial de la cinta merced a la descripción psicológica de unos personajes amorales con ciertas tendencias psicópatas (la mirada de Narcy, de quien Cavalcanti no ofrece pistas sobre su posible intervención en el conflicto bélico, se manifiesta ciertamente esclarecedora en este sentido).

La oscuridad de la que hace gala el relato será fomentada por una fotografía de ambientes taciturnos, con más sombras que luces que desgrana la corrupción y egoísmo existente en esa generación que observó los horrores de la guerra en primera persona. Todo en la cinta desprende sabor a odio. Desde personajes secundarios como esa ama de casa maquiavélica e inquietante, pasando incluso por una policía inoperante que parece no enterarse de que va el cuento. Una ruindad extrema contaminará la atmósfera del film castigando a los únicos personajes decentes (Clem y la ex novia de Narcy) a un destino fatal para el que no existe ningún atisbo de esperanza.

Cavalcanti no puso paños calientes mostrando una violencia ciertamente impactante dentro del campo de visión del espectador que pone los pelos de punta. Inolvidables resultan en este sentido la escena en la que Narcy propiciará una brutal paliza a la esposa del único testigo que podría inculparlo en el asesinato del policía cuya comisión fue endosada a Clem con el fin de que ésta testifique el paradero de su pareja. O la persecución y posterior asesinato (esta vez sí en una escena fuera de campo) de este último por parte del matón a sueldo de Narcy. Y finalmente la escena final del tiroteo y pelea llevada a cabo en la funeraria, de una vehemencia sorprendente, regada por un montaje muy moderno y ágil tan hipnótico como atractivo.

La película detenta una imaginería demoledora y agorera mostrando una ciudad deprimente habitada por una galería de seres mezquinos y enajenados que tratan de sobrevivir en un ambiente inhóspito no apto para la convivencia pacífica. Esta paleta de colores tan negra fue enfatizada por un Cavalcanti transformado en un retratista gótico que ofrecerá un recital de su dominio escénico tanto en las secuencias más intimistas como en las más explosivas dotando al film de un revestimiento formal próximo al nihilismo de fábrica. Lugares abandonados, personajes desencantados cuando no guiados por la locura y el crimen, ruinas tanto arquitectónicas como morales y soledad brindan un espectáculo dantesco adornado por una concepción escenográfica que combina la elegancia propia del brasileño con esa suciedad necesaria para derretir una excelente historia de cine negro.

El desencanto que empapa cada fotograma del film será adornado con uno de esos desenlaces abruptos, duros y carentes de piedad. Una conclusión coherente con la línea editorial del film que deja pocos resquicios para la redención. Una excepcional secuencia que será coloreada por la sublime escena de lucha cuerpo a cuerpo que enfrentará a los dos enemigos a través de los tejados de la funeraria. Capítulo que destiló su enorme influencia en otras joyas del cine negro que al igual que la que nos ocupa decidieron fijar su cierre entre las pizarras y tejas de las casas londinenses (me viene a la memoria la sin par Hell is a City por poner un claro ejemplo).

Un final en el que la muerte no vendrá acompañada del consiguiente perdón. No. La muerte será guiada por la atrocidad finiquitando las pocas opciones de remisión de los únicos seres con algo de ética y sentido humano que caminan por la pantalla. Y es que Me hicieron un fugitivo emerge como una de esas gemas del cine negro británico sin ningún tipo de concesión, manteniendo de este modo ese tono doloroso e hiriente que escolta a un film que sobresale como una estampa fidedigna de esas heridas tatuadas por la II Guerra Mundial en buena parte de la población europea.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *