Magallanes (Salvador del Solar)

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La categoría de mejor película hispanoamericana en los premios de la Academia de las artes y las ciencias cinematográficas de España —los Goya— es un apartado que se queda muy corto para abarcar la producción cinematográfica de más de quince países que hablan y escriben en castellano. Esta categoría se concede desde el año 2010 porque, durante las primeras veintidós ediciones del galardón, se identificaba con el encabezado del premio a la mejor película extranjera de habla hispana. Por razón del idioma, es evidente aunque injusto, que Brasil nunca haya podido optar a esta categoría. Por razones de una supuesta cuota equitativa, los largos finalistas son de cuatro países distintos, con predominio de los producidos en Argentina, Cuba, Chile, Mexico y Uruguay, estados con el mayor número de nominaciones y de premios. Este año, Magallanes podría haber sido la segunda película peruana en conseguirlo, después del que obtuvo esa nación en 1990 con Caídos del cielo, dirigida por Francisco J. Lombardi.

Casualmente, Salvador del Solar trabajó como actor en sus comienzos con el veterano director en Pantaleón y las visitadoras (2000) y ahora se convierte él mismo en el autor de Magallanes. Su primer largometraje es la adaptación de La pasajera, una novela corta —no publicada en España— del escritor limeño Alonso Cueto. El director debutante arranca la película con Harvey Magallanes, un taxista clandestino que pasa su vida mirando a través del parabrisas del utilitario mientras conduce por las calles de la capital peruana, trabajo que reparte entre llevar a sus pasajeros y sacar de paseo al anciano discapacitado que fue su coronel más de veinte años antes. Un día, echando un vistazo fugaz al espejo retrovisor el taxista reconoce a Celina en la pasajera que ha recogido, una mujer que no había vuelto a ver desde la época en que sirvió como soldado. A partir de ese reencuentro el protagonista decide darle un cambio de rumbo a su monotonía, para conseguir un dinero que le saque del hoyo, al mismo tiempo que transforma la existencia de todos los que le rodean.

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El director que solo tenía en su filmografía un cortometraje anterior —Pescar 2 veces—, realiza un drama de género negro sólido, sin despegarse de la trama literaria que adapta ni de los personajes principales, encarnados con entrega y enorme credibilidad por el mexicano Damián Alcázar y la peruana Magaly Solier. Ambos caracteres sostienen todas las secuencias en las que aparecen, evolucionando en sus personalidades, incluso en las escenas que se plantean más rutinarias. Buenos ejemplos serían los encuentros de Celina con la prestamista que le presiona para que venda su local. O las situaciones de soledad de Harvey en los descansos, tras sus viajes en coche, o los momentos de sosiego en la escueta habitación que le sirve de morada. El director, actor especialista en papeles de galán en varias series largas de televisión desde hace treinta años, saca el mayor partido posible a un buen reparto de actores cómplices, que se implican en mostrar las relaciones y sus vidas pasadas a base de las miradas, la declamación de los diálogos y los titubeos. Incluso en el caso de un papel tan importante y ausente como el del coronel, interpretado con distancia, frialdad y rabia contenida por Federico Luppi, que nos atemoriza y hace dudar de si está realmente afectado por el alzheimer o solo quiere engañar a los demás.

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A este trabajo dramático intachable por parte del elenco, se suma una puesta en escena ágil, montada al corte, con el objetivo situado siempre a la altura de los personajes, en planos cortos, medios y algunos generales. Ubicando la imagen a las afueras de Lima, en barrios modestos, calles corrientes y fuera de los paisajes turísticos de la capital. Escenarios en los que se desarrollan los trapicheos, chapuzas y estafas de un grupo de personas castigadas por el pasado, por sus recuerdos. Salvador del Solar demuestra un brío narrativo impropio para una ópera prima, conciso, sin querer alardear en la búsqueda de imágenes esteticistas ni encuadres complejos que despisten la atención del espectador. Un estilo visual y descriptivo que no está reñido con secuencias muy logradas como la del chantaje de Harvey en un centro comercial, supervisado por la policía. O las que descubren la tormentosa relación en el pasado degradante del trío formado por Celina, el coronel y Magallanes. Una memoria latente con mayor o menor fuerza en la piel de la mayoría de los personajes. Recuerdos acerca de Sendero luminoso, del terrorismo del estado y de los indígenas, además del genocidio de Ayacucho. Un contexto diluido en los ojos, los silencios y los gestos de cada intérprete, más doloroso al mantenerlo fuera de campo, sin la tentación de recurrir a flashbacks visuales que le restarían la potencia trágica que los enfrenta a todos. Una energía que eleva el protagonismo de Magaly Solier en el tramo final de la cinta, con su discurso gritado en quechua, o tal vez escupido, que pone en su lugar al resto de personajes en busca del perdón y que solo consiguen hundirse más en el purgatorio.

Magallanes podría haber sido la mayor beneficiada en su categoría, en la edición número treinta de los premios Goya, aunque tenía una contrincante muy fuerte con la argentina El clan y otra más débil en la chilena La once. Es curioso como esta última no menciona el régimen militar de Pinochet, siendo un documental protagonizado por un grupo de ancianas mujeres y viudas de militares chilenos. Una ausencia de contexto tan sonora por su ocultación, como sutil es el sustento de la historia reciente en los otros dos films. Un pasado con el que deben convivir los culpables sin la oportunidad de olvidarlo ni enterrarlo en el baúl de los recuerdos.

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