Lucky (John Carroll Lynch)

La arena del desierto de Arizona, un cactus y el galápago centenario de su amigo Howard. Si de verdad los pasos de la reencarnación son tres, esas podrían ser las transformaciones de Lucky. Poco importa, porque con noventa años, al antiguo marine le queda poco que decir y mucho por enseñar. En su rutina diaria, tras hacer yoga y tomar un frugal desayuno. Luego una visita a la cafetería y el paseo al colmado. Al anochecer, se bebe un bloody mary con los amigos de siempre. Hasta fumar ese pitillo que es la vida y sonreír después.

Lucky se ha hecho esperar tras un viaje de varios meses y premios por algunos festivales. Después de las estupendas reseñas escritas por Dani Rodríguez a su paso por Gijón, todo un tratado sobre las sensaciones que transmite la cinta o el destilado de filosofía y saberes a partir de las palabras del protagonista que propuso Alex P. Lascort, después de su proyección en el Americana 2018; la divagación sería una forma de abordar otra vez la grandeza de una pieza de cámara, como es el primer largo de John Carroll Lynch. Poesía no le hace falta porque ya la respiran sus imágenes, desde la presentación, una dirección de fotografía en la que Tim Suhrstedt toma prestada la paleta lumínica y cromática de maestros de la luz como Robby Müller o Frederick Elmes, para visualizar el Oeste que sobrevive alrededor de los personajes. Ecos del paisaje que recuerdan amores, duelos y ausencias.

Harry Dean Stanton con unos doscientos papeles, una carrera de casi setenta años, tres protagonistas y ningún premio de la academia. Ni siquiera una nominación. Pero no es más que una cosa frente a otros cientos de logros. Un actor que aparecía a mitad de sus películas, incluso a veces en las últimas bobinas, capaz de contarte una vida entera con una mirada y pocos gestos. Es curioso cómo su leyenda se forjó ya en la lejana París, Texas para continuar tres décadas después con el documental Harry Dean Stanton: Partly Fiction que parece un ensayo y díptico para este personaje definitivo. No importa qué puede ser real o qué ficción. Solo trascenderá que su protagonista fue un actor cuya cara le suenan a los espectadores, pero de los que muchos de ellos no recuerdan su nombre, todo un éxito respecto a tantas estrellas olvidadas con las que compartió cartel. El hombre pasó tanto tiempo trabajando que no tuvo tiempo de forjar un mito, así que lo consiguió en este film. Con la grandeza de poder destruirlo también.

Lucky parte de un guion preciso y libre, tan estructurado como sorprendente. Austero en apariencia, evocador en sus giros, tanto en las escenas cotidianas que abarcan las caminatas del anciano, su visita al médico, sus charlas de bar y sus sueños. Con una sensualidad carnal y etérea en la visita que le hace a su casa, la camarera treintañera —Loretta— un encuentro cimentado en silencios, confesiones y un abrazo. De igual manera el metraje se sucede por esas conversaciones de Lucky con el otro veterano encarnado por Tom Skerrit. El abogado en busca de fortuna pero honrado. Ed Begley Jr., otro secundario visto cientos de veces, como el médico. La dueña del pub que borda Beth Grant. La vendedora mexicana que sonríe como Bertila Damas. Y otros amigos de batalla en la piel de David Lynch o el afroamericano Barry Shabaka Henley. Un universo de personajes con miles de películas a sus espaldas.

Al otro lado de la cámara se sitúa el director John Carroll Lynch, actor visto en muchas historias, ese carácter que no recordamos en letras de molde pero que hace más antológicos los largos en los que participa. Lo conocemos de Zodiac, Gran Torino o La invitación, solo por citar algunas. Ahora permanece al cargo de un equipo técnico y artístico al que mima, guía y con el que colabora para entregar una obra que no decae. Con el ritmo de la rutina que puntea la acción. El respeto a unos personajes muy vivos, el humor sutil, a veces negro o cómico y en ocasiones existencialista. Una obra que no le hacía falta al bueno de Harry pero que sin él, probablemente tampoco existiría.

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